Porque las madres y las abuelas ayudan a sanar las heridas del corazón. Durante el drama de la conquista, fue Nuestra Señora de Guadalupe la que transmitió la recta fe a los indígenas, hablando su lengua, vistiendo sus trajes, sin violencia y sin imposiciones. Y, poco después, con la llegada de la imprenta, se publicaron las primeras gramáticas y catecismos en lenguas indígenas. ¡Cuánto bien han hecho en este sentido los misioneros auténticamente evangelizadores para preservar en muchas partes del mundo las lenguas y las culturas autóctonas! En Canadá, esta "inculturación materna" que se realizó por obra de santa Ana, unió la belleza de las tradiciones indígenas y de la fe, y las plasmó con la sabiduría de una abuela, que es dos veces mamá. También la Iglesia es mujer, es madre. De hecho, nunca hubo un momento en su historia en que la fe no haya sido transmitida, en lengua materna, por las madres y por las abuelas. Parte de la herencia dolorosa que estamos afrontando nace de haber impedido a las abuelas indígenas transmitir la fe en su lengua y en su cultura. Esta pérdida es ciertamente una tragedia, pero vuestra presencia aquí es un testimonio de resiliencia y de reinicio, de peregrinaje hacia la sanación, de apertura del corazón a Dios que sana nuestro ser comunidad. Hoy todos nosotros, como Iglesia, necesitamos sanación, necesitamos ser sanados de la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, de elegir la defensa de la institución antes que la búsqueda de la verdad, de preferir el poder mundano al servicio evangélico. Ayudémonos, queridos hermanos y hermanas, a contribuir para edificar con el auxilio de Dios una Iglesia madre como Él quiere: capaz de abrazar a cada hijo e hija; abierta a todos y que hable a cada uno; que no vaya contra nadie, sino que vaya al encuentro de todos.
Las multitudes del lago de Galilea que se agolpaban en torno a Jesús se componían principalmente de gente común, gente sencilla que le llevaba sus propias necesidades y sus propias heridas. De la misma forma, si queremos cuidar y sanar la vida de nuestras comunidades, no podemos comenzar sino desde los pobres, desde los marginados. Con demasiada frecuencia nos dejamos guiar por los intereses de unos pocos que están bien; es necesario mirar más a las periferias y ponerse a la escucha del grito de los últimos, es necesario saber acoger el dolor de los que, muchas veces en silencio, en nuestras ciudades masificadas y despersonalizadas, gritan: "No nos dejen solos". Es el grito de los ancianos que corren el peligro de morir solos en casa o abandonados en una estructura, o de los enfermos incómodos a los que, en vez de afecto, se les suministra muerte. Es el grito sofocado de los muchachos y muchachas más cuestionados que escuchados, los cuales delegan su libertad a un teléfono móvil, mientras en las mismas calles otros coetáneos suyos vagan perdidos, anestesiados por alguna diversión, cautivos de adicciones que los vuelven tristes e insatisfechos, incapaces de creer en sí mismos, de amar aquello que son y la belleza de la vida que tienen. No nos dejen solos es el grito de quien quisiera un mundo mejor, pero no sabe por dónde comenzar.
Jesús, que nos sana y consuela con el agua viva de su Espíritu, esta tarde en el Evangelio pide que también de nosotros, desde el seno de quien cree, "broten ríos de agua viva" (cf. v. 38). Y nosotros, ¿sabemos calmar la sed de nuestros hermanos y hermanas? Mientras seguimos pidiendo consuelo a Dios, ¿sabemos darlo también a los demás? Cuántas veces nos liberamos de tantos pesos interiores, por ejemplo, de no sentirnos amados y respetados, cuando comenzamos a amar a los demás gratuitamente. En nuestras soledades e insatisfacciones Jesús nos empuja a salir, a dar, a amar. Y entonces, me pregunto: ¿qué hago yo por quien me necesita? Mirando a los pueblos indígenas, pensando en sus historias y en el dolor que han sufrido, ¿qué hago yo por ellos? ¿Escucho con curiosidad mundana y me escandalizo por lo que ocurrió en el pasado, o hago algo concreto por ellos? ¿Rezo, leo, me informo, me acerco, me dejo conmover por sus historias? Y, mirándome a mí mismo, si me encuentro en el sufrimiento, ¿escucho a Jesús que me quiere llevar fuera del recinto de mi descontento y me invita a volver a empezar, a superarlo, a amar? A veces, el mejor modo para ayudar a otra persona no es darle enseguida lo que quiere, sino acompañarla, invitarla a amar, a donarse. Porque es así, a través del bien que podrá hacer por los demás, que descubrirá sus ríos de agua viva, que descubrirá el tesoro único y valioso que es él mismo.
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