En nuestra cultura, tan "políticamente correcta", este camino resulta obstaculizado de varias formas: en la familia, en la sociedad, en la misma comunidad cristiana. Alguno impone incluso abolir la enseñanza de la historia, como una información superflua sobre mundos que ya no son actuales, que quita recursos al conocimiento del presente.
A la transmisión de la fe, por otro lado, a menudo le falta la pasión propia de una "historia vivida". ¿Y entonces difícilmente puede atraer a elegir el amor para siempre, la fidelidad a la palabra dada, la perseverancia en la entrega, la compasión por los rostros heridos y abatidos? Ciertamente, las historias de la vida deben ser transformadas en testimonio, y el testimonio debe ser leal. No es ciertamente leal la ideología que doblega la historia a los propios esquemas; no es leal la propaganda, que adapta la historia a la promoción del propio grupo; no es leal hacer de la historia un tribunal en el que se condena todo el pasado y se desalienta todo futuro.
Los mismos Evangelios cuentan honestamente la historia bendecida de Jesús sin esconder los errores, las incomprensiones e incluso las traiciones de los discípulos. Esto es testimonio. Este es el don de la memoria que los "ancianos" de la Iglesia transmiten, desde el inicio, pasándolo "de mano en mano" a la próxima generación. Nos hará bien preguntarnos: ¿cuánto valoramos esta forma de transmitir la fe, de pasar el testigo entre los ancianos de la comunidad y los jóvenes que se abren al futuro?
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