San Nerses advertía también la necesidad de acrecentar el amor recíproco, porque sólo la caridad es capaz de sanar la memoria y curar las heridas del pasado: sólo el amor borra los prejuicios y permite reconocer que la apertura al hermano purifica y mejora las propias convicciones. Para el santo Catholicós, es esencial imitar en el camino hacia la unidad el estilo del amor de Cristo, que «siendo rico» (2 Co 8,9), «se humilló a sí mismo» (Flp 2,8). Siguiendo su ejemplo, estamos llamados a tener la valentía de dejar las convicciones rígidas y los intereses propios, en nombre del amor que se abaja y se da, en nombre del amor humilde: este es el aceite bendecido de la vida cristiana, el ungüento espiritual precioso que cura, fortifica y santifica. «Suplimos las faltas con caridad unánime», escribía san Nerses (Cartas de Nerses Shnorhali, Catholicós de los Armenios, Venecia 1873, 316), e incluso -hacía entender- con una particular dulzura de amor, que ablande la dureza de los corazones de los cristianos, también de los que a veces están replegados en sí mismos y en sus propios beneficios. No los cálculos ni los intereses, sino el amor humilde y generoso atrae la misericordia del Padre, la bendición de Cristo y la abundancia del Espíritu Santo. Rezando y «amándonos intensamente unos a otros con corazón puro» (cf. 1 P 1, 22), con humildad y apertura de ánimo, dispongámonos a recibir el don de la unidad. Sigamos nuestro camino con determinación, más aún corramos hacia la plena comunión entre nosotros.
«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14,27). Hemos escuchado estas palabras del Evangelio, que nos disponen a implorar de Dios esa paz que el mundo tanto se esfuerza por encontrar. ¡Qué grandes son hoy los obstáculos en el camino de la paz y qué trágicas las consecuencias de las guerras! Pienso en las poblaciones forzadas a abandonar todo, de modo particular en Oriente Medio, donde muchos de nuestros hermanos y hermanas sufren violencia y persecución a causa del odio y de conflictos, fomentados siempre por la plaga de la proliferación y del comercio de armas, por la tentación de recurrir a la fuerza y por la falta de respeto a la persona humana, especialmente a los débiles, a los pobres y a los que piden sólo una vida digna un siglo del "Gran Mal" que se abatió sobre vosotros. Ese «exterminio terrible y sin sentido» (Saludo al comienzo de la Santa Misa para los fieles de rito armenio, 12 abril 2015), este trágico misterio de iniquidad que vuestro pueblo ha experimentado en su carne, permanece impreso en la memoria y arde en el corazón. Quiero reiterar que vuestros sufrimientos nos pertenecen: «son los sufrimientos de los miembros del Cuerpo místico de Cristo» (Juan Pablo II, Carta apostólica en ocasión del XVII Centenario del bautismo del pueblo armenio, 7: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de marzo de 2001, p. 6); recordarlos no es sólo oportuno, sino necesario: que sean una advertencia en todo momento, para que el mundo no caiga jamás en la espiral de horrores semejantes.
Al mismo tiempo, deseo recordar con admiración cómo la fe cristiana, «incluso en los momentos más trágicos de la historia armenia, ha sido el estímulo que ha marcado el inicio del renacimiento del pueblo probado» (ibíd., 276). Esta es vuestra verdadera fuerza, que permite abrirse a la vía misteriosa e salvífica de la Pascua: las heridas que permanecen abiertas y que han sido producidas por el odio feroz e insensato, pueden en cierto modo conformarse a las de Cristo resucitado, a esas heridas que le fueron infligidas y que tiene impresas todavía en su carne. Él las mostró gloriosas a los discípulos la noche de Pascua (cf. Jn 20,20): esas heridas terribles de dolor padecidas en la cruz, transfiguradas por el amor, son fuente de perdón y de paz. Del mismo modo, también el dolor más grande, transformado por el poder salvífico de la cruz, de la cual los Armenios son heraldos y testigos, puede ser una semilla de paz para el futuro.
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