En el encuentro con la diversidad de los extranjeros, de los migrantes, de los refugiados y en el diálogo intercultural que puede surgir, se nos da la oportunidad de crecer como Iglesia, de enriquecernos mutuamente. Por eso, todo bautizado, dondequiera que se encuentre, es miembro de pleno derecho de la comunidad eclesial local, miembro de la única Iglesia, residente en la única casa, componente de la única familia.
Los fieles católicos están llamados a comprometerse, cada uno a partir de la comunidad en la que vive, para que la Iglesia sea siempre más inclusiva, siguiendo la misión que Jesucristo encomendó a los Apóstoles: «Vayan y anuncien que está llegando el Reino de los cielos. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien a los leprosos y expulsen a los demonios. Lo que han recibido gratis, entréguenlo también gratis» (Mt 10,7-8).
Hoy la Iglesia está llamada a salir a las calles de las periferias existenciales para curar a quien está herido y buscar a quien está perdido, sin prejuicios o miedos, sin proselitismo, pero dispuesta a ensanchar el espacio de su tienda para acoger a todos. Entre los habitantes de las periferias encontraremos a muchos migrantes y refugiados, desplazados y víctimas de la trata, a quienes el Señor quiere que se les manifieste su amor y que se les anuncie su salvación.
«Los flujos migratorios contemporáneos constituyen una nueva "frontera" misionera, una ocasión privilegiada para anunciar a Jesucristo y su Evangelio sin moverse del propio ambiente, de dar un testimonio concreto de la fe cristiana en la caridad y en el profundo respeto por otras expresiones religiosas. El encuentro con los migrantes y refugiados de otras confesiones y religiones es un terreno fértil para el desarrollo de un diálogo ecuménico e interreligioso sincero y enriquecedor» (Discurso a los Responsables Nacionales de la Pastoral de Migraciones, 22 de septiembre de 2017).