Y al Señor no se le encuentra virtualmente, sino directamente, descubriéndolo en la vida. De lo contrario, Jesús se convierte en un hermoso recuerdo del pasado. Pero cuando lo acogemos como el Señor de la vida, el centro de todo, el corazón palpitante de todas las cosas, entonces él vive y revive en nosotros. Y nos sucede lo mismo que pasó en el templo: alrededor de él todo se encuentra, la vida se vuelve armoniosa. Con Jesús hallamos el ánimo para seguir adelante y la fuerza para estar firmes.
El encuentro con el Señor es la fuente. Por tanto, es importante volver a las fuentes: retornar con la memoria a los encuentros decisivos que hemos tenido con él, reavivar el primer amor, tal vez escribir nuestra historia de amor con el Señor. Le hará bien a nuestra vida consagrada, para que no se convierta en un tiempo que pasa, sino que sea tiempo de encuentro.
Si recordamos nuestro encuentro decisivo con el Señor, nos damos cuenta de que no surgió como un asunto privado entre Dios y nosotros. No, germinó en el pueblo creyente, en medio de tantos hermanos y hermanas, en tiempos y lugares precisos. El Evangelio nos lo dice, mostrando cómo el encuentro tiene lugar en el pueblo de Dios, en su historia concreta, en sus tradiciones vivas: en el templo, según la Ley, en clima de profecía, con los jóvenes y los ancianos juntos (cf. Lc 2,25-28.34).
Lo mismo en la vida consagrada: germina y florece en la Iglesia; si se aísla, se marchita. Madura cuando los jóvenes y los ancianos caminan juntos, cuando los jóvenes encuentran las raíces y los ancianos reciben los frutos. En cambio, se estanca cuando se camina solo, cuando se queda fijo en el pasado o se precipita hacia adelante para intentar sobrevivir. Hoy, fiesta del encuentro, pidamos la gracia de redescubrir al Señor vivo en el pueblo creyente, y de hacer que el carisma recibido se encuentre con la gracia de hoy.
El Evangelio también nos dice que el encuentro de Dios con su pueblo tiene un principio y una meta. Se parte de la llamada al templo y se llega a la visión en el templo. La llamada es doble. Hay una primera llamada «según la Ley» (v. 22). Es la de José y María, que van al templo para cumplir lo que la ley prescribe.
El texto lo subraya casi como un estribillo, cuatro veces (cf. vv. 22.23.24.27). No es una constricción: los padres de Jesús no van a la fuerza o para realizar un mero cumplimiento externo; van para responder a la llamada de Dios. Luego hay una segunda llamada, según el Espíritu. Es la de Simeón y Ana. También esta está resaltada con insistencia: tres veces, refiriéndose a Simeón, se habla del Espíritu Santo (cf. vv. 25.26.27) y concluye con la profetisa Ana que, inspirada, alaba a Dios (cf. v. 38). Dos jóvenes van presurosos al templo llamados por la Ley; dos ancianos movidos por el Espíritu.