REDACCION CENTRAL,
San Francisco de Gerónimo fue un misionero jesuita al que llamaban "el apóstol de Nápoles", célebre por su incansable trabajo en favor de la conversión de los pecadores, a quienes buscó a ejemplo del Buen Pastor, que va en busca de la oveja perdida.
Francisco abrió su corazón para que Dios infunda en él amor por los pobres, los enfermos y los oprimidos. Ese corazón que el Señor moldeó anunció su Evangelio a tiempo y a destiempo, mediante la palabra y la acción.
Francisco de Gerónimo nació el 17 de diciembre de 1642 en Grottaglie, una ciudad del sur de Italia. A los 16 años entró al colegio de Tarento, donde permaneció bajo la tutela de la Compañía de Jesús.
En aquel lugar estudió Humanidades y Filosofía, y tuvo tanto éxito con los estudios que el obispo lo envió a Nápoles para que asistiera a conferencias de Teología Canónica en el famoso colegio Gesù Vecchio, que por aquel entonces rivalizaba con las más grandes universidades de Europa.
El 1 de julio de 1670 ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús. Al final de su primer año de prueba, fue enviado como misionero a un lugar cercano al municipio italiano de Otranto, donde puso en práctica su habilidad para la oratoria o la predicación. Allí confirmó su llamado a ser una voz que anuncie la alegría del Evangelio.
Después de 4 años de predicación en pequeños pueblos y de culminar sus estudios de Teología, sus superiores lo nombraron predicador de la iglesia del Gesù Nuovo en Nápoles. Sus sermones elocuentes, breves y enérgicos, llegaron a conmover a muchos, removiendo las conciencias estancadas y despertando el sentido de la fe.
Un gran número de conversiones obró el Señor a través de sus palabras, especialmente de personas que tenían el corazón endurecido y no sentían culpa alguna por sus malas obras.
En ocasiones pasó por no menos de 5 aldeas en un solo día, predicando en calles, plazas públicas e iglesias. La gente que lo conocía llegó a decir que convertía por lo menos a unos 400 pecadores al año.
Una de sus obras de caridad habituales fue visitar hospitales y cárceles. Y más de una vez fue en busca de un alma perdida en algún antro. Eso le valió más de una paliza o maltrato, pero no por eso dejó de insistir en el llamado a la conversión, sabiéndose él mismo un pecador perdonado.
San Francisco murió a los 74 años de edad y fue sepultado en la iglesia de la Compañía en Nápoles. Fue beatificado en 1758 por Benedicto XIV y canonizado en 1839 por el Papa Gregorio XVI.
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