Estamos convencidos de que el martyria hasta la muerte es «la comunión más auténtica que existe con Cristo, que derrama su sangre y, en este sacrificio, acerca a quienes un tiempo estaban lejanos (cf. Ef 2,13)» (Cart. enc. Ut unum sint, 84). Aún hoy podemos afirmar con Juan Pablo II que, allí donde el odio parecía impregnar cada aspecto de la vida, estos audaces servidores del Evangelio y mártires de la fe demostraron evidentemente que «el amor es más fuerte que la muerte» (Conmemoración Ecuménica de los Testigos de la fe del siglo XX, 7 mayo 2000).
Recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros con la mirada dirigida al Crucificado. Con su cruz Jesús nos ha manifestado el verdadero rostro de Dios, su infinita compasión por la humanidad; cargó sobre sí el odio y la violencia del mundo, para compartir la suerte de todos los que son humillados y oprimidos: «Él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias» (Is 53,4).
Muchos hermanos y hermanas, también hoy, a causa de su testimonio de fe en situaciones difíciles y contextos hostiles, cargan con la misma cruz del Señor. Al igual que Él son perseguidos, condenados, asesinados. De ellos dice Jesús: «Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí» (Mt 5,10-11). Son mujeres y hombres, religiosas y religiosos, laicos y sacerdotes, que pagan con la vida la fidelidad al Evangelio, el compromiso con la justicia, la lucha por la libertad religiosa allí donde todavía es transgredida, la solidaridad con los más pobres. Según los criterios del mundo han sido “derrotados”. En realidad, como nos dice el libro de la Sabiduría: «A los ojos de los hombres, ellos fueron castigados, pero su esperanza estaba colmada de inmortalidad» (Sb 3,4).
Hermanos y hermanas, a lo largo del Año jubilar, celebramos la esperanza de estos valientes testigos de la fe. Es una esperanza llena de inmortalidad, porque su martirio sigue difundiendo el Evangelio en un mundo marcado por el odio, la violencia y la guerra; es una esperanza llena de inmortalidad, porque, aunque fueron asesinados en el cuerpo, nadie podrá apagar su voz ni borrar el amor que donaron; es una esperanza llena de inmortalidad, porque su testimonio permanece como profecía de la victoria del bien sobre el mal.
Sí, la suya es una esperanza desarmada. Han testimoniado la fe sin usar jamás las armas de la fuerza ni de la violencia, sino abrazando la débil y mansa fuerza del Evangelio, según las palabras del apóstol Pablo: «Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. […] Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,9-10).
Pienso en la fuerza evangélica de la Hermana Dorothy Stang, comprometida con los “sin tierra” en la Amazonía. A quienes se disponían a matarla y le pedían un arma, ella les mostró la Biblia respondiendo: “He aquí mi única arma”. Pienso en el Padre Ragheed Ganni, sacerdote caldeo de Mosul en Irak, que renunció a combatir para testimoniar cómo se comporta un verdadero cristiano.