En retrospectiva, deberíamos haber comprendido que prácticamente ningún sucesor del Papa Francisco igualaría al Pontífice argentino como lo que los reporteros llaman buen material. Con su estilo rebelde, su gusto por la sorpresa y su afición por la ambigüedad, Francisco generaba constantemente controversia e interés, desde su elección de un nombre poco tradicional al inicio de su pontificado hasta una aparición espontánea sin atuendo clerical en San Pedro poco antes de su final. Su tendencia a improvisar en eventos oficiales y su manera informal de hablar en conferencias de prensa produjeron abundantes frases citables, de las cuales “¿Quién soy yo para juzgar?” fue sólo la más famosa.
León, en contraste, ha seguido cuidadosamente la tradición y el protocolo papal. Su lenguaje es reflexivo y mesurado, pero no distintivo en estilo. Su actitud es modesta, incluso autocrítica, quizás un legado de sus orígenes en el Medio Oeste. Su única entrevista con la prensa desde su elección, con la televisión italiana el mes pasado, duró menos de tres minutos y no aportó ninguna noticia. Ejerce el cargo con manifiesta seguridad—“Es como si hubiera sido Papa durante cien años”, me dijo recientemente un funcionario del Vaticano—pero en lugar de dominar el cargo, se ha subsumido en él.
El Papa Benedicto XVI intentó algo similar tras su propio predecesor carismático y extrovertido. Pero el Cardenal Joseph Ratzinger ya había pasado dos décadas como figura internacional polarizadora, tanto dentro como fuera de la Iglesia. El Cardenal Prevost no era ampliamente conocido antes de su elección.
El actual Papa también ha minimizado la identidad estadounidense que asegura su lugar en los libros de historia. Cuando salió a la logia para dirigirse al mundo por primera vez, el Papa León cambió del italiano al español para enviar un saludo especial a su antigua diócesis de Chiclayo, Perú, pero no habló en inglés ni mencionó su ciudad natal de Chicago. Ha usado el inglés con moderación desde entonces, quizás porque hablar la lingua franca mundial magnificaría no sólo el alcance sino también el escrutinio de sus palabras, especialmente sobre temas divisivos.
Las respuestas de León a eventos como el bombardeo estadounidense a Irán y el ataque israelí que causó tres muertes en una iglesia católica en Gaza han sido notablemente contenidas en comparación con lo que llegamos a esperar de Francisco, quien provocativamente comparó la campaña de Israel en el enclave palestino con el terrorismo y sugirió que podría calificar como genocidio. El Papa ha honrado a migrantes y refugiados como “mensajeros de esperanza”, pero no ha emitido nada tan contundente o de tan largo alcance como la carta abierta de Francisco a los obispos estadounidenses el pasado febrero, denunciando las políticas de deportación de la administración Trump.
Muchos de los que nos ganamos la vida observando el Vaticano estábamos seguros de que el nuevo Papa, fuera quien fuera, provocaría una feroz controversia si revertía cualquiera de las desviaciones de la tradición que ayudaron a definir el pontificado de Francisco ante la opinión pública. Pero las decisiones de León en ese sentido—desde usar la mozzetta en su primera aparición hasta vacacionar en la villa papal de Castel Gandolfo—no han suscitado críticas significativas, ni advertencias de restauracionismo rampante, por parte de los admiradores progresistas de su predecesor.