Tras el estruendo de la primera explosión, Irina trató de impedir el impacto de los escombros, cubriendo el cuerpo de su hija. Era el 25 de mayo de 2024. Un misil ruso teledirigido alcanzó el supermercado donde estaban comprando en Járkov, una de las regiones más castigadas por los bombardeos rusos desde el inicio de la invasión.
“La segunda bomba cayó a los cinco minutos. Todo empezó a arder porque la mayoría de los productos de ese supermercado eran altamente inflamables. Nada pudo hacerse por ellas. Solo se salvó el padre”, lamenta la hermana Oleksia Pohranychna, quien conocía personalmente a la familia.
“La pequeña tenía un corazón enorme”, recuerda la religiosa ucraniana con un nudo en la garganta, en una conversación con ACI Prensa. Se llamaba María. Tenía doce años y desde los diez era voluntaria en la catedral greco-católica de San Nicolás en Járkov, al este de Ucrania y a pocos kilómetros de la frontera con Rusia.
“Cada jueves distribuimos comida, ropa y medicinas. María era voluntaria junto con su madre y su padre. Incluso les llevaron en alguna ocasión la comida a las casas de quienes no podían salir por los bombardeos”, asegura la Hna. Oleksia, que junto al P. Andriy Nasinnyk, director de Cáritas de Járkov, gestiona el reparto de ayuda humanitaria incluso en los lugares más inaccesibles y peligrosos: los que están más cerca de la frontera rusa.
La consagrada de la congregación de San José ha acompañado por segundo año consecutivo en Italia a un grupo de jóvenes ucranianos que durante tres semanas, del 8 de junio al 5 de julio, han podido olvidarse de la crueldad de la guerra.