Esta es la homilía de la Misa que presidió León XIV con motivo de la solemnidad de la Santísima Trinidad, que coincidió con el Jubileo del Deporte, cita prevista en el Año Jubilar de la Esperanza.
Lee aquí la homilía:
Queridos hermanos y hermanas: Celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, mientras vivimos los días del Jubileo del Deporte. El binomio Trinidad-deporte no es precisamente habitual, sin embargo, la asociación no es absurda.
De hecho, toda buena actividad humana lleva consigo un reflejo de la belleza de Dios, y sin duda el deporte es una de ellas. Después de todo, Dios no es estático, no está cerrado en sí mismo. Es comunión, relación viva entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se abre a la humanidad y al mundo. La teología llama a esta realidad pericoresis, es decir, “danza”: una danza de amor recíproco. Es de este dinamismo divino de donde brota la vida. Hemos sido creados por un Dios que se complace y se regocija en dar la existencia a sus criaturas, que “juega”, como nos ha recordado la primera lectura (cf. Pr 8,30-31). Algunos Padres de la Iglesia hablan incluso, con audacia, de un Deus ludens, de un Dios que se divierte (cf. S. SALONIO DE GINEBRA, in Expositio Mystica in Parabolas Salomonis et Ecclesiasten; S. GREGORIO NACIANCENO, Carmina, I, 2, 589).
Es por eso que el deporte puede ayudarnos a encontrar a Dios Trinidad: porque requiere un movimiento del yo hacia el otro, ciertamente exterior, pero también y sobre todo interior. Sin esto, se reduce a una estéril competencia de egoísmos. Pensemos en una expresión que, en italiano, se utiliza habitualmente para animar a los atletas durante las competiciones: los espectadores gritan: “Dai!” [en español “¡Dale!”]. Quizás no lo pensemos, pero es un imperativo precioso; es el imperativo del verbo “dar”.
Y esto nos puede hacer reflexionar: no se trata solo de dar una prestación física, quizá extraordinaria, sino de darse uno mismo, de «jugársela». Se trata de entregarse por los demás —por el propio crecimiento, por los aficionados, por los seres queridos, por los entrenadores, por los colaboradores, por el público, incluso por los adversarios— y, si se es verdaderamente deportista, esto vale independientemente del resultado. San Juan Pablo II —un deportista, como sabemos— hablaba así de ello: “El deporte es alegría de vivir, juego, fiesta, y como tal debe valorarse […] mediante la recuperación de su gratuidad, de su capacidad para estrechar lazos de amistad, para favorecer el diálogo y la apertura de unos hacia otros, […] por encima de las duras leyes de la producción y el consumo y de cualquier otra consideración puramente utilitaria y hedonista de la vida” (cf. Homilía para el Jubileo de los Deportistas, 12 abril 1984).