“¿Fue la última fantasía progresista de Hollywood disfrazada de drama vaticano una merecedora del premio? Incluso los votantes del Oscar tuvieron sus dudas”, escribió Regis Martin, STD, profesor de teología dogmática y sistemática en la Universidad Franciscana de Steubenville, Ohio, desde 1988.
A continuación, la reflexión del profesor Martin, autor de una media docena de libros, publicada en el National Catholic Register:
Hubo un tiempo en que ciertas películas no se producían, pues la industria cinematográfica determinaba que el costo de producción no valía la indignación que casi con certeza provocarían.
En aquellos días dorados antes de que la cultura iniciara su descenso acelerado hacia la oscuridad, existían ciertos estándares que incluso Hollywood no se atrevía a violar. No por razones desinteresadas, claro está, pero aun así, la necesidad de hacer cine debía tener en cuenta una audiencia que no estaba dispuesta a ser constantemente agredida en sus sensibilidades.
Era la época dorada de Hollywood, cuando los grandes estudios se comprometieron a respetar un Código de Producción que, entre otras cosas, prohibía la realización de películas “que degradaran los estándares morales del espectador. La simpatía del público no debería inclinarse hacia el crimen, la maldad o el pecado”. En otras palabras, lo bueno y lo verdadero no debían ser subvertidos, para que la maldad y la injusticia no quedaran impunes.
Si bien el código no era explícitamente católico, un jesuita llamado el P. Daniel A. Lord ayudó a elaborarlo, proporcionando un marco moral compatible con la enseñanza de la Iglesia, especialmente en temas como el matrimonio y la familia. “La santidad de la institución del matrimonio y del hogar”, declaraba, “deberá ser respetada”. Y los magnates de Hollywood, junto con la mayoría de los estadounidenses, estuvieron de acuerdo.