Sacerdote de la Orden Capuchina (1686-1770). Beatificado por Pablo VI el 17 de abril de 1968.

Nació en Santhia, diócesis de Vercelli, Piamonte, el 5 de junio de 1686, hijo de Pier Paolo Belvisotti y María Isabel Balocco. En el bautismo le impusieron el nombre de Lorenzo Mauricio, que luego, al hacerse religioso, cambió por el de Ignacio.

Desde su niñez quedó huérfano de padre y fue educado cristianamente bajo la guía de un piadoso sacerdote. Pronto se distinguió por la integridad de costumbres, por su aprovechamiento en los estudios y por la predilección en el servicio litúrgico como seminarista de la colegiata.

Ordenado sacerdote fue nombrado canónigo de la iglesia colegiata de Santhia. También le fue ofrecido el oficio de párroco, pero él, contra el parecer de sus parientes, que se prometían para él una brillante carrera eclesiástica, renunció.

Fue a principio de mayo de 1716, cuando el Padre Lorenzo Mauricio Belvisotti se presentó ante el padre provincial en el convento del Monte, en Turín, para pedirle ser aceptado capuchino. Ni allí arriba era un desconocido, ya que tenía fama de buen orador por sus ejercicios y misiones predicados con los padres jesuitas de Vercelli. Tiempo atrás no había aceptado el ofrecimiento de una canonjía en Santhià. Además, era preceptor en la noble familia de los Avogadro de Vercelli, que desde hacía poco tiempo le había nombrado párroco de Casanova Elvo, en donde ejercía el derecho de patronazgo.

¿Qué podría ser lo que le empujara a buscar la soledad de un convento? ¿Acaso un fervor momentáneo o una resolución apresurada debida a cualquier crisis?

El padre provincial estimó conveniente ofrecer al aspirante de 30 años una amplia visión de las dificultades para ingresar en los capuchinos, en un momento precisamente en que las buenas vocaciones eran abundantes y la provincia religiosa alcanzaba el periodo de mayor esplendor, con más de 500 religiosos. ¿Por qué no seguir en la vida de sacerdote secular, en la cual no faltaban ocasiones de hacer el bien?

.Por amor obedencial y santa humildad

El padre Belvisotti no admitió demasiadas palabras y por eso, poniéndose de rodillas, dijo: "Padre, en todo aquello que he hecho hasta ahora tengo la sensación de haber practicado siempre mi voluntad. Una voz interior me está repitiendo que para servir de verdad al Señor debo cumplir su voluntad, debo estar sujeto a la obediencia".

Hace una visita muy rápida a su parroquia y, sin pasar por Santhià para saludar a sus parientes, se dirige a Chieri, donde el 24 de mayo de 1716 comienza su vida religiosa con el nombre de fray Ignacio de Santhià.

El sacerdote había entrado en los capuchinos buscando humildad y obediencia. Desde el primer día del noviciado y en los 54 años que siguieron, se ejercitó en estas virtudes hasta llegar a ser un modelo.

Recién profeso -1717- fue enviado al convento del Saluzzo para dedicarse a tener la iglesia bien ordenada: su principal ocupación, además del trabajo, la centra en la adoración al Santísimo Sacramento.

Cifra su alegría en permanecer en el último lugar, siervo de todos, siempre dispuesto a cualquier insinuación de la obediencia.

De Saluzzo fue trasladado a Chieri, para que aquí fuese ejemplo de los novicios, luego a Turín-Monte y después a Chieri otra vez.

Así, Ignacio se convierte en el padre disponible, que los superiores pueden siempre tener como un apoyo importante, haciéndole presente aquí y allá donde se le necesite. Y en esto consiste su verdadera alegría.

Su presencia es siempre apreciada y su ejemplo es de edificación a los hermanos religiosos y a los seglares, quienes, a pesar de los muchos años transcurridos, continúan recordando -en Bella, Pinerolo, Avigliana, Ivrea, Chivasso, Mondoví, Chieri y otros lugares- su serenidad, la disponibilidad para cualquier ocupación, sin excluir la de ir a pedir limosna para la comunidad.

.Confesor asiduo

En 1727 el padre Ignacio es reclamado en Turín-Monte, con el encargo en esta ocasión de ser prefecto de sacristía y confesor de seglares, oficio que desempeñará también en los 24 últimos años de su vida. En este ministerio resplandece toda su paternidad y la ciencia aprendida no solamente en los libros, sino delante del crucifijo.

El día lo pasaba a medianoche, maitines y meditación con la comunidad. Cierto tiempo antes de comenzar, él ya se encuentra en el coro. Terminado el rezo del oficio divino, permanece algún tiempo en la iglesia para la acción de gracias a Dios en nombre de los penitentes que ha atendido durante el día. Por la mañana, a las cinco, tras piadosa y larga preparación, celebra la santa misa; después la acción de gracias. Acto seguido, ya está a disposición de los penitentes, que en los domingos nunca faltan, y así hasta el mediodía o tal vez más tiempo. En los días laborables, si no acuden fieles para confesarse, ayuda en las misas, muy numerosas en aquel convento de más de 60 sacerdotes, o bien permanece en oración.

Muy pronto la fama del buen director de espíritu atrajo al Monte a religiosos, sacerdotes y fieles deseosos de un guía auténtico en el camino de la santidad y con ellos también subían pecadores empedernidos y jóvenes libertinos, todos en busca de perdón. Él los acoge con la mayor caridad, ya que considera a los pecadores los hijos más enfermos y por eso mismo más necesitados de misericordia. Se le llama "el padre de los pecadores y de los desesperados".

.Mirar al Señor Jesús

El santo sacerdote tenía la certeza que el ideal supremo de vida fuese Cristo. En sus diarias conferencias, intencionadamente apelaba a las virtudes predilectas de Francisco: la pobreza absoluta de Belén; la abnegación total del Calvario; la desbordada caridad del Tabernáculo.

Preparaba a los jóvenes para la Navidad con una devota novena, durante la cual todas las tardes resaltaba la benignidad, la humildad y la pobreza del niño Jesús. Quería, sobre todo, que la Navidad fuese una fiesta llena de luz, de cantos y de alegría.

Inculcaba que fueran constantes las miradas a Cristo crucificado, recordando que la vida franciscana debe ser una vida de crucifixión.

Jesús Sacramentado era para él centra en su vida y se esforzaba en hacer sentir a los novicios los mismos atractivos, a fin de que la eucaristía fuera escuela de amor a Dios y a los hermanos.

Su celda estaba abierta a cualquier hora del día o de la noche para los novicios necesitados de consejo o de un coloquio para superar una prueba o para esclarecer alguna duda. Y de allí salían los novicios tranquilizados.

A éstos les atendía uno a uno, quería conocerles hasta el fondo, poseer la llave de su corazón, para poder guiarles, corregirles, formarles.

Ha testificado un antiguo novicio suyo, que vivió y murió como santo, el padre Jacinto de Pinerolo: "Me edificaba el modo como el padre Ignacio nos mandaba... Con alguno trataba seriamente y con otros prevalecía la suavidad, acompañando siempre a todos, al débil y al fuerte, con el condimento de las buenas palabras".

Y este religioso testigo confiesa inocentemente que sólo debido a tan consumado maestro pudo perseverar en la vida capuchina.

.Servidor de los más necesitados y educador de fe

En 1743 estalló la guerra y él se distinguió ejemplarmente en la asistencia a los soldados hospitalizados, y en aquel período borrascoso supo ser consuelo y ayuda para cuantos recurrían a él.

El resto de su vida lo pasó en la enseñanza del catecismo a los niños y a los adultos con una competencia, diligencia y aprovechamiento realmente singulares. Hizo cursos de ejercicios espirituales especialmente a religiosos, a quienes con la palabra y con el ejemplo supo llevar a la más alta espiritualidad cristiana y franciscana. De él nos quedan las "Meditaciones para un curso de ejercicios espirituales", que fueron impresas en Roma por primera vez en 1912.

A los 84 años, agotado por el intenso trabajo apostólico desempeñado con sencillez y humildad, deseaba retornar a Dios y el 22 de septiembre de 1770 su alma voló de la tierra al cielo.