Después del episodio de la adoración de los Magos, nos esperaríamos el regreso de la Sagrada Familia a Nazaret, donde sabemos, siguiendo el Evangelio de Lucas, que había sucedido la Anunciación. El viaje a Jerusalén no debía ser más que un paréntesis, ocurrido por el censo.

Mateo nos hace saber, en cambio, que el regreso no fue así inmediato y tranquilo, ya que la visita de los Magos había desencadenado los celos de Herodes. Hemos ya hablado de la matanza de los inocentes. José tuvo que huir urgentemente e irse al extranjero. “El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ´levántate y toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; allí estarás hasta que te avise. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle. El se levantó, tomó de noche al Niño y a su Madre, y se retiró a Egipto: y allí estuvo hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: de Egipto llamé a mi hijo´” (2,13-5).

Esta “llamada” del Hijo de Egipto sucedió cuando, “Muerto Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: ´Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y marcha a tierra de Israel´” (vv. 19s)

La historia aquí narrada es parecida a la de tantos perseguidos políticos. Hay que abandonar todo, casa, familiares, negocios, hasta su propio idioma. Hay que volver a empezar desde el principio. Jesús ha querido experimentar el rechazo total: “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Este es el hecho considerado en su desarrollo histórico. Pero sabemos que bajo los episodios de la historia de la salvación hay una filigrana, que nos ayuda a leerlos como misterios salvíficos. El motivo de Mateo, en efecto, no es el de enternecernos con el relato de los percances de la Sagrada Familia, sino el de indicarnos en concreto cómo Jesús revive la historia de su pueblo para darle cumplimiento, o sea para realizar su significado, la liberación definitiva de la verdadera esclavitud, que es el pecado.

Como paradoja, Egipto, que había sido el refugio de los patriarcas, de Moisés y ahora también de Jesús, es al mismo tiempo también el lugar de la opresión y el símbolo de toda esclavitud. Entre refugio y esclavitud, el rol emergente de Egipto en la historia del Antiguo Testamento, y también aquí en Mateo, es el de la esclavitud. El evangelista, en efecto, no cita a Oseas (“De Egipto llamé a mi hijo”, 2,15) cuando cuenta el regreso de Egipto, sino en el momento de la huida, como para hacer comprender, con esta anticipación, que en todo el episodio está presente un misterio salvífico: Jesús realiza ahora en su persona la verdadera liberación, solamente prefigurada en el pasado. Moisés no había sido sino la sombra de la realidad, o sea del verdadero libertador, que es Jesús. “De este modo, el camino de regreso de Jesús desde Belén a Nazaret pasó a través de Egipto, así como Israel había tomado la vía del éxodo “de la condición de esclavitud” para iniciar la Antigua Alianza, José, depositario y cooperador del misterio providencial de Dios, custodia también el exilio a aquel que realiza la Nueva Alianza” (RC, n.14).

También en este misterio salvífico José ha sido el instrumento del que el Padre se sirvió para “llamar de Egipto a su Hijo”. Esta indispensable instrumentación de José en las manos del Padre coincide con su absoluta obediencia: en cuanto recibe la orden, José se levanta, toma consigo al niño y a su madre, y huye en la noche a Egipto, para volver al fin con el “libertador” a la tierra de Israel. Existe entre el Padre y José un perfecto acuerdo: Dios manda y José obedece. Dios sabe con quién puede contar.