La Iglesia, aun enseñando la perpetua virginidad de María y de José, nunca ha puesto en duda la validez de su matrimonio. En la liturgia, San José ha conservado siempre el título de “esposo de María” ya que es expresamente reconocido en los Evangelios. Esto significa que la esencia o naturaleza del matrimonio no consiste en la unión sexual, sino en la unión conyugal, que nace del consentimiento, de la indivisible unión de los ánimos, de la unión de los corazones.

En la oración “A ti, beato José”, la referencia a “aquel sagrado vínculo de caridad”, que te unió a la Inmaculada Virgen María” define de manera exacta la naturaleza del matrimonio de María y José: sagrado vínculo de caridad. Se trata de reconocer en el hombre y en sus relaciones con los demás el primado de lo espiritual sobre lo material, del espíritu sobre los sentidos.

Si el matrimonio no busca el don de sí como expresión del amor, se reduce a muy mísera cosa. No hay verdadero don donde no hay verdadero amor. Un objeto puede ser dado como retribución, contra cambio, premio, honorario, precio, aliciente: es sólo el amor lo que transforma el objeto en don y lo califica como tal. Es precisamente porque José hizo el don esponsal de sí a María, por lo que el está dispuesto tanto a privarse de ella, dejándola libre en su camino (cf. Mt 1,19), como en un primer momento le había parecido que lo pedía la maternidad divina, cuanto a tenerla consigo, en el pleno respeto de pertenencia a Dios, como de hecho él hizo después de haber conocido su vocación: “y tomó consigo a su esposa y sin haberla conocido” (1,24), palabras que indican “otra proximidad esponsal” (RC, n. 19).

El sacrificio total de sí que José cumple con respecto a María es la prueba más evidente de lo “gratuito” de su don, hecho posible en él por una “libertad” del pecado (cf. Jn 8,34ss) proporcionada a la exigencia de su tarea paterna, que “lo sitúa lo más cerca posible a Jesús” y, por lo tanto, a la acción del Espíritu Santo, que es máxima en la Encarnación del Verbo: “La Encarnación del Verbo es la obra más grande que Dios haya jamás hecho ad extra (fuera de su esencia divina), a la cual concurrieron tanto los divinos atributos, que no es posible ni siquiera imaginar otra mayor, y es al mismo tiempo la obra para nosotros más saludable” (León XIII, Enc. Divinum illud, 9 de mayo de 1897).

El Espíritu Santo, al cual se atribuye un prodigio tan grande (cf. Mt 1,18-20; Lc 1,35), mientras opera en María, “la llena de gracia” (Lc 1, 28), no puede no operar en José, ya que el ligamen existente entre María y José es confirmado: “El mensajero dice claramente a José: `No temas tomar contigo a María tu mujer`. Por tanto, lo que había tenido lugar antes,---esto es, sus desposorios con María---había sucedido por voluntad de Dios, y consiguientemente, había que conservarlo. En su maternidad divina María ha de continuar viviendo como una virgen esposa de un esposo (cf Lc 1,27)” (RC, n. 18). Esto significa que “este hombre justo, que en el espíritu de las más nobles tradiciones del pueblo elegido, amaba a la virgen de Nazaret y se había unido a ella con amor esponsal, es llamado nuevamente por Dios a este amor” (RC, n. 19).

Como “la intensidad de la unión y del contacto entre personas---entre el hombre y la mujer---proviene en definitiva del Espíritu Santo, que da la vida (cf. Jn 6, 63)”, Juan Pablo II deduce para José que “su amor de hombre ha sido regenerado por el Espíritu Santo”: “José, obediente al Espíritu, encontró justamente en El la fuente del amor, de su amor esponsal de hombre, y este amor fue más grande que el que aquel “varón justo” podía esperarse según la medida del propio corazón humano” (RC, n. 19).