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Colaciones II
Autor: Juan Casiano

Segunda Conferencia del Abad Queremón de la castidad

El Abad Queremón habla de la castidad

I. Terminada la refección, que fue para nosotros más una penitencia que un placer —ávidos como estábamos del manjar espiritual—, el anciano se dio cuenta de que esperábamos el cumplimiento de su promesa. «Me ha sido sumamente grato —dijo— comprobar vuestra atención y vuestro afán de aprender; como también la lógica con que habéis expuesto la cuestión que nos ocupa. Porque el orden que observáis en vuestra pregunta es el de la razón. Efectivamente, es necesario que a la plenitud de una caridad tan sublime esté vinculado el premio infinito de una perfecta e indefectible castidad. Hay aquí dos palmas en extremo semejantes, dos alegrías gemelas. Y tan estrecha es la alianza que las une, que es imposible poseer la una sin la otra.

La cuestión que proponéis se resume en este punto que puede formularse así: «¿es posible extinguir totalmente el fuego de la concupiscencia, cuyos ardores innatos llevamos en nuestra carne? Esto es lo que en la presente conferencia vamos a dilucidar.

Ante todo, veamos qué opina sobre el particular el Apóstol: «Mortificad —dice— vuestros miembros, que están sobre la tierra». Mas, antes de bucear irás hondo, debernos indagar de qué miembros se trata. Su designio no es, por supuesto, persuadirnos sobre la necesidad de una mutilación de las manos, de los pies o de cualesquiera otro miembro de nuestro cuerpo. Lo que se propone es demostrar que el celo de la perfecta santidad debe destruir cuanto antes el cuerpo del pecado, que consta, naturalmente, de miembros diversos. «Para que destruyamos —dice en otro lugar— el cuerpo de pecado». De él pide con gemidos verse libre algún día, cuando afirma: «Infeliz de mí. ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?»

II. Así, pues, este cuerpo del pecado está formado de miembros múltiples que son viciosos. Todo el mal que se comete en acciones, palabras o pensamientos le pertenece. A estos miembros se les denomina terrenos, y no sin razón. Porque quien usa de ellos no podrá, sin mentir, proclamar: «Nuestra vida —conversatio— está en los cielos».

San Pablo enumera los miembros de este cuerpo en el pasaje siguiente: «Mortificad vuestros miembros que están sobre la tierra, la fornicación la inmundicia, la libídine, la concupiscencia y la avaricia, que es idolatría».

En primer lugar figura la fornicación, que se consuma con el comercio carnal de ambos sexos. Al segundo miembro le llamó inmundicia, que tiene lugar sin concurso o contacto físico de cómplice, ya en vela, ya durmiendo. Obedece a cierta incuria de la mente, al no ponerse en guardia contra las ocasiones que le han precedido. Esto se anatematiza y se prohíbe en la ley.

En ella no sólo se pone en entredicho el comer la carne de los sacrificios a quienes son inmundos, sino que se les aleja de las tiendas de los hijos de Israel para que no manchen con su contacto las cosas santas: «Quien comiere algo de las carnes del sacrificio saludable que es del Señor, perecerá ante el Señor, por ser inmundo»; y: «Lo que tocare el inmundo, inmundo será». Y en el Deuteronomio: «Si hubiere entre vosotros un hombre que se ha mancillado durante el sueño nocturno, saldrá fuera del campamento y no volverá hasta que se haya lavado con agua por la tarde, y entonces, tras el acaso del sol, volverá al campamento».

En tercer lugar puso el Apóstol la libídine. Esta, incubándose en el interior del alma, puede cometerse hasta sin pasión ni acción corporal. Es sabido que la palabra «libídine» viene de «libet», o sea «lo que agrada a cada cual».

Discurre después San Pablo en orden descendente hasta los pecados de menor gravedad, y habla del cuarto miembro, o sea del mal deseo. En rigor, puede aplicarse no sólo a la pasión de la deshonestidad, que mentó más arriba, sino en general a toda la gama de malos apetitos, de que es responsable una mala voluntad. Hablando de ello el Señor en el Evangelio, dice: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón». Porque es cosa de mucho mayor mérito contener el deseo de una mente lúbrica y resbaladiza, cuando se le ofrece a la vista la ocasión mala. Eso es indicio manifiesto de que para la perfección de la pureza no basta la continencia corporal de la castidad, si no va asociada a la entereza del alma.

En último lugar propuso como miembro de aquel cuerpo de pecado la avaricia. San Pablo, al citarla, quiere darnos a entender sin duda que debemos rechazar todo deseo de bienes ajenos, e inclusive despreciar con un corazón magnánimo los propios. Es justamente lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles que hacía la muchedumbre de los fieles: «Los que habían creído tenían un corazón y un alma sola, y ninguno tenía como propia cosa alguna, antes todo lo poseían en común. Cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su necesidad». Y para que no se crea que esta perfección es patrimonio de unos pocos o de una selección, atestigua que la concupiscencia es una idolatría. Nada más justo. Porque quien no socorre al menesteroso en sus necesidades y pospone a los preceptos de Cristo su dinero, que conserva con la tenacidad propia del infiel, ciertamente cae en el crimen de la idolatría, por cuanto prefiere a la caridad divina el amor de una cosa creada.


Deber de mortificar la fornicación y la impureza

III. Si vemos que muchos renunciaron por Cristo a su fortuna, de suerte que no sólo abandonaran la posesión de sus riquezas, sino que extirparon aún el deseo de su corazón, es creíble que también nosotros podremos extinguir el fuego de la fornicación. San Pablo no hubiera asociada la posible con lo imposible. Si ordena mortificar uno y otro vicio, es que sabía que ambas cosas eran factibles. De tal manera abriga la confianza de que podremos lanzar de nuestros miembros la fornicación y la impureza, que, a su juicio no es suficiente mortificar esas tendencias. Ni siquiera debemos nombrarlas: «La fornicación, la inmundicia y la avaricia ni se nombre entre nosotros, como tampoco la torpeza, grosería o truhanerías, que desdicen de vuestra profesión». Todas estas cosas son igualmente funestas y nos excluyen del reino de los cielos, como lo enseña aún al decir: «Pues habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios». Y también: «No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni las rapaces poseerán el reino de Dios». Por tanto, no cabe duda que podemos extirpar de nuestros miembros la mancha de la fornicación y la impureza. Porque no se expresa San Pablo de otro modo al hablar de la avaricia, la necedad las bufonadas, la embriaguez y el latrocinio, vicios todos fáciles de eliminar.

IV. Ahora bien, para alcanzar la pureza de la castidad no basta la diligencia humana. Hemos de estar plenamente convencidos de que la más rígida abstinencia, quiere decir el hambre y la sed, las vigilias, el trabajo asiduo y la aplicación incesante a la lectura espiritual, jamás podrán merecernos por sí solas la pureza constante de la castidad.

En el ejercicio de estas prácticas y trabajos es precisa aprender par experiencia que una tal integridad constituye un don gratuito de la gracia. El fruto de nuestra perseverancia en estos ejercicios es el de obtener, mortificando nuestro cuerpo, la misericordia del Señor; merecer que Él nos libre, por un beneficio de su mano, de las asaltos de la carne y de la tiranía omnipotente de los vicios; no el de llegar por su medio a la inviolable castidad que deseamos.

No obstante, que cada cual se anime a conquistarla con el mismo deseo, el mismo ardor que el avaro apetece sus riquezas, el ambicioso sus honores, el lascivo sus deleites. Y así sucederá que en su afán de perpetua integridad menospreciará la comida, aun la deseable; la bebida, aun la necesaria. Rechazará el mismo sueño que debe a la naturaleza, o, por lo menos, no lo tomará sino con recelo y desconfianza, pues se trata de un émulo o enemigo capital de la pureza, de un adversario acérrimo de la castidad.

Si puede gozarse por la mañana de haber mantenido a raya sus tendencias, que entienda que no debe este beneficio a su celo ni a su vigilancia, sino a la asistencia de Dios. Y esta integridad durará el tiempo que disponga la divina misericordia concederle.

Quien ha llegada a consolidarse en esta fe se guardará de todo sentimiento de orgullo, no confiando en sus propias fuerzas. No se dejará seducir, después de una larga inmunidad, por una seguridad agradable y muelle, pues sabe que la humillación no se hará esperar si Dios retira por un momento su protección.

En consecuencia: es preciso aplicarse sin cesar a la plegaria con un corazón humilde y contrito, a fin de que el socorro divino nos asista en toda circunstancia.


Utilidad de los asaltos que se originan ontra nosotros de los incentivos de la carne

V. Deseáis una prueba manifiesta de la necesidad de esta continua vigilancia, que os haga ver al mismo tiempo cómo los combates de la carne, por contrarios y perniciosos que nos parezcan, concurren a nuestro bien. Considerad, por ejemplo, a los eunucos, a quienes un defecto de la naturaleza les exime en parte de tentaciones. Lo que les torna ante toda indolentes y tibios en la consecución o práctica de la virtud es que se creen sin peligro de ver su castidad desflorada. A nadie se le ocurra pensar que digo esto por creer que ninguno de ellos es solícito del perfecto renunciamiento. Pretendo solamente afirmar que si hay quienes se apresuran con una voluntad de acero a alcanzar la palma de la perfección, deben triunfar en cierto modo de su naturaleza. Porque cuando la pasión ardiente ha inflamado un alma, la impulsa a soportar el hambre, la sed, las vigilias, la desnudez y todas las fatigas corporales, no sólo con paciencia, sino de grado: «El hombre en el dolor trabaja para sí y labora contra su perdición». Y también: «Al que está hambriento, hasta las cosas amargas le parecen dulces».

Por lo demás, que radie se forje la ilusión de que podrá reprimir o anular el deseo de las cosas presentes, si en lugar de sus efectos malvados, que desea desarraigar, no introduce los buenos. La fuerza vital del alma y la vivacidad del entendimiento no les permiten quedarse vacíos de todo sentimiento de deseo a de temor, de alegría a de tristeza. Pero pueden usar bien de esas pasiones y orientarlas al bien. Par tanto, si queremos arrojar de nuestro corazón los deseas carnales, sustituyámoslos por los espirituales. Así el alma tendrá en lo sucesivo dónde fijarse y rechazará las seducciones que le proporcionan las alegrías terrenas y las felicidades que pasan.

Cuando los ejercicios cotidianos le hayan conducido a este estado, comprenderá por experiencia el sentida que entraña este versículo que todos ciertamente cantamos, siguiendo el ritmo acompasado de la salmodia, pero que sólo un pequeño número de experimentados penetra en toda su significación: «Constantemente tenía al Señor delante de mis ojos: porque sé que le tengo de continuo a mi diestra para defenderme». Sí, sólo tendrá la inteligencia viva y honda de estas palabras quien, después de haber arribada a esta pureza de alma y cuerpo de que hablamos, comprenda que es el Señor quien le mantiene en ella a cada instante, para que no vuelva a caer de estas alturas a su miseria, protegiendo constantemente su diestra, es decir, sus acciones santas.

Porque el Señor no está a la izquierda de los santos —supuesto que el santo no tiene nada de siniestro—, sino a su derecha. Los pecadores y los impíos no le ven. No tienen esa diestra en donde asiste el Señor, ni pueden decir con el profeta: «Mis ojos están siempre fijos en el Señor, porque Él es quien saca mis pies de la red». Tales palabras sólo son verdaderas en boca de aquel que considera todas las cosas de este mundo como perniciosas o superfluas, y como inferiores al menos a la virtud consumada. Este tal sabe polarizar toda su atención, todo su empeño y su afán hacia la castidad y pureza de corazón. El espíritu se va limando, por decirlo así, con el roce continuo de estos ejercicios; se va pulimentando en razón directa de su progreso, hasta llegar por fin a la perfecta pureza de alma y cuerpo, física y moral, o sea la santidad.


La paciencia extingue el fuego de la impureza

VI. A medida que avanza el alma en la dulzura de la paciencia, tanto más medra en la pureza del cuerpo. Y es más firme en la posesión de la castidad cuando con más tesón ha rechazado la pasión de la ira. Porque es imposible evitar las rebeliones de la carne, a menos de sofocar previamente los arrebatos del corazón.

Una de las bienaventuranzas pronunciadas con elogio por boca de nuestro Salvador nos pone de relieve esta verdad: «Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra». No tenemos otro medio de poseer esta tierra nuestra, es decir, de sojuzgar a nuestro imperio la tierra rebelde de nuestro cuerpo, que fundar ante todo nuestra alma en la dulzura de la paciencia. En los combates que la pasión suscita en nuestra carne, el triunfo sólo se obtiene blandiendo las armas de la mansedumbre: «Porque los mansos poseerán la tierra y la habitarán por los siglos de los siglos». A seguida nos enseña el salmista el modo como hemos de conquistar esta tierra: «Espera al Señor, y guarda sus caminos, y te ensalzará para que puedas recibir la tierra en herencia».

He aquí, pues, una verdad incontrastable: nadie llega a la firme posesión de esta tierra, sino aquellos que guardan las vías duras y los preceptos del Señor por la dulzura inalterable de la paciencia. Su mano les librará del cieno de las pasiones carnales y les elevará hacia las cumbres. «Los mansos poseerán la tierra», y no sólo la poseerán, sino que «se deleitarán en una gran paz» —delectabuntur in multitudine pacis—. Aquel en cuya carne se insubordina aún la concupiscencia no gozará de esta paz de una manera estable. Los demonios no cesarán de asestarle los más duros golpes, y, herido de los dardos encendidos de la lujuria, perderá la posesión de su tierra, hasta el día en que el Señor ahuyente las guerras, rompa el arco, destruya las armas y queme los escudos. Este fuego es el que el Señor vino a traer sobre la tierra. Los arcos y las armas que empuñará son aquellos de que se sirven las potencias del mal para taladrar su corazón, en una guerra incesante de día y de noche, con los venablos de las pasiones.

Pero cuando el Señor, imponiendo silencio a las batallas, le habrá librada de todos los incentivos de la carne, llegará a un maravilloso estado de pureza. La confusión y horror que se apoderaba de sí mismo, es decir, de su carne, al sufrir sus embates y ser hostilizada por ella, desaparecerán como por ensalmo. Y empezará a deleitarse y tener en ella sus delicias como en una purísima mansión. No llegarán a su casa los malvados, ni tendrá parte el azote en su morada. Por la virtud de la paciencia se cumplirá el oráculo profético: el mérito de su mansedumbre le habrá granjeado la tierra en herencia, y aún más, se deleitará en ella con mucha paz. No cabe una paz pletórica donde flota la inquietud del combate. Porque notad que no se ha dicho: gastarán las delicias de la paz, sino de una paz desbordante y llena: in multitudine pacis. Lo cual muestra con claridad que el remedio más eficaz para las dolencias del corazón humano es la paciencia, según aquello de Salomón: «El hombre pacífico es médico de su corazón». Porque no sólo elimina la cólera, la acidia, la tristeza, la pereza, la vanagloria y la soberbia, sino que arranca de raíz la voluptuosidad y aun todos los vicios. Una vez más dice Salomón: «La longanimidad da a los reyes la prosperidad». Quien es dulce y tranquilo siempre, ni se inflama con la turbación de la ira, ni se consume con el enojo y la tristeza, ni divaga en los devaneos de la vanagloria, ni se altivece con la soberbia. «Una paz suma —dice el salmista— reina en el corazón de los que aman al Señor, y no hace mella en ellos el escándalo». En verdad el sabio tiene razón al decir: «Es mejor un hombre paciente que sabe imponer la brida a su ira indómita, que el fuerte que es capaz de expugnar ciudades enteras».

Mas antes que podamos consolidarnos en esta paz sólida y durable debernos hacer frente a repetidos asaltos. A menudo tendremos que decir con lágrimas y gemidos aquellos versículos del salmo: «He venido a ser un miserable; encorvado en extremo, anduve todo el día ensombrecido, pues mis lomos están llenos de fuego y no existe parte sana en mi carne ante tu faz airada. No hay paz en mí, entumecidas están mis huesos, me siento aplastado ante mi suma miseria».

Estos gemidos sólo serán fundados y tendrán toda su profunda verdad cuando, después de haber permanecido puros largo tiempo, creyendo haber escapado para siempre de la sordidez de la carne, sintamos de nuevo su aguijón, se insurreccione otra vez contra nosotros —a causa del engreimiento de nuestro corazón— o, víctimas de una ilusión nocturna, se manche nuestro cuerpo con la impureza de antaño.

Porque cuando se ha gozado largo tiempo de la pureza del cuerpo y del alma, nos jactamos de ello por una consecuencia, pensando que en lo sucesivo no sufriremos ya más esas heridas, y en el fondo de nosotros mismos nos gloriamos en una cierta medida, diciendo: «Dije en la ventura: no experimentaré mudanza jamás» —Dixi in abundantia mea, non movebor in aeternum—. Mas (…) para nuestro bien. La pureza aquella que ofrecía tantas garantías de solidez y constancia, empieza por turbarse. Y entonces, en medio de nuestra prosperidad espiritual, nos sentimos tambalear.

Recurramos en este trance al autor de nuestra integridad. Reconozcamos y confesemos nuestra debilidad: «Por tu voluntad —no por la mía— me aseguraste honor y poderío. Apenas escondiste tu rostro, me sentí conturbado». Y también aquello de Job: «Si me lavare con agua de nieve y mis manos resplandecieren de pura inmaculadas, con todo, no me faltarán manchas y aun mis ropajes abominarán de mí». No obstante, aquel que se mancilla por su culpa no puede hablar de esta suerte al Creador.

Hasta que el alma no haya llegado al estado de perfecta pureza tendrá que discurrir par esas alternativas anejas a su formación, que la harán experimentado. Hasta que, en fin, la gracia de Dios colme sus deseos, fijándola en ella para siempre. Entonces podrá decir con toda verdad: «Confiadamente esperé en el Señor, y se inclinó y escuchó mi oración. Y me sacó de una hoya de ruina y de fango cenagoso, y afirmó mis pies sobre piedra e hizo seguros mis pasos».


Los faltos de expiencia no pueden hablar de la naturaleza de la castidad ni de sus efectos

VIII. Mas aceptar estas cosas, someterlas a examen minucioso y decidir con certeza si son posibles o no, nadie puede hacerlo si no ha llegada a distinguir los límites que confinan las obras de la carne con las del espíritu.

Una larga experiencia y la pureza de corazón, conjugada con la luz que irradia la palabra divina, le conducirá a ello. Por eso dice el Apóstol: «La palabra de Dios es viva, eficaz y tajante, más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la medula y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón».

De esta suerte, situada, por decirlo así, en su común frontera, distinguirá con toda equidad, como lo haría un espectador o un juez imparcial, lo que debe atribuirse como necesaria e inevitable a la flaqueza humana, y lo que arranca de los hábitos viciosos o de los descuidos de la mocedad. No se dejará llamar a engaño sobre su naturaleza, no menos que sobre sus efectos, por las falsas opiniones de las gentes, ni dará su aquiescencia a los prejuicios del vulgo inexperto. Tendrá por infalible piedra de toque su propia experiencia. Con una visión certera de las cosas, sabrá justipreciar las exigencias de la pureza, sin caer en el error de aquellos que inculpan a la naturaleza de la que en realidad no es más que producto de su negligencia, y hacen responsable a su carne, a mejor, al Creador, de su propia incontinencia. De estos tales se ha dicho con propiedad «La ignorancia del hombre tergiversa sus caminos; en su corazón atribuye a Dios la culpa de sus delitos».

Finalmente, si alguien no comparte mi opinión en lo que acabo de exponer, le ruego que no proceda precipitadamente, discutiendo conmigo y partiendo de una opinión preconcebida. Que consienta antes en someterse a las exigencias de la disciplina eremítica. Y cuando haya observado esta vida algunos meses con la moderación que nos legaron los Padres, podrá comprobar por sí mismo, con conocimiento de causa, la verdad de mis palabras.

Porque es vano empeño discutir sobre el fin de un arte o de una ciencia, si no empezamos por entrar de llena y con lealtad en los caminos que pueden, descubrirnos su secreto. Por ejemplo, afirmo que es posible extraer del trigo una especie de miel a un aceite muy dulce, análoga a la semilla de los rábanos o del lino. Alguien, en su ignorancia, no tiene la menor idea de ello. Y dice sin más: «lo que afirmáis va contra la naturaleza misma de las cosas; eso es a todas luces un dislate». Y agrega que soy un mentiroso y me deja en ridículo. Alego testigos sin número que afirman haberla visto con sus propios ojos. Incluso lo han gustado. Más: han elaborado ellos mismos tales productos. Ni corto ni perezoso describo toda la serie de manipulaciones que transforman la sustancia del trigo en la grasa del aceite o en la cualidad dulce de la miel. Todo inútil. A pesar de mis explicaciones persiste en su necia terquedad y se obstina en negar a pie juntillas que de este grano pueda salir cosa dulce ni grasa. ¿No será mejor censurar su tozudez, que pugna contra toda razón, que defender a ultranza la verdad de mis afirmaciones, refrendadas con tantos testigos fidedignos, con demostraciones palmarias, y lo que es más, apoyadas en la experiencia cotidiana?

Sólo podrá dar la culpa a la naturaleza por las necesidades inherentes a ella quien haya llegado por una aplicación continua a un tal estado de pureza, que no sienta ya su alma seducida por los encantos y atractivos del vicio, y sólo tenga que lamentar las manchas inconscientes y raras que ocurren entre sueños.

Este tal observa idéntica línea de conducta durante el día y durante la noche, en el lecho que en la plegaria, a solas que en compañía de los hombres. Su actitud es tal en el secreto que no se ruboriza, caso de ser visto por otro. La mirada insoslayable de Dios nada puede sorprender en él que desee tener oculto a la vista de los demás. Y cuando la luz suavísima de la castidad empieza a llenarle de goces sin fin, puede decir con el profeta: «En mis delicias la noche se convertirá en luz, porque no son, Dios mío, oscuras para ti las tinieblas: la noche y la oscuridad san para ti como luz indeficiente».

Finalmente, porque esto sobrepuja las fuerzas de la naturaleza humana, añade el mismo profeta: Tu possedisti renes meos —«Tú dominaste mis bajas tendencias»—. Como si dijera: no he merecido yo esta pureza mía por mi industria y virtud, sino porque mortificaste el ardor del deleite que se hallaba ínsito en mi carne.


Si es posible guardar la castidad durante el sueño

IX. Germán. En parte no hemos dejado de experimentar que es posible, con la gracia de Dios, guardar el cuerpo perfectamente puro durante el día. Es innegable que el rigor de una vida austera y la resistencia que la razón opone al vicio pueden sofocar toda rebelión de la carne. ¿Pero será ella posible también durante el sueño?

Creemos que no cabe tal inmunidad física. Y aunque no podemos decir esto sin cierto rubor natural, no obstante, en nuestro afán de hallar remedio a semejante mal, con tu venia hablamos de ello.

X. Queremón. Parece que no habéis comprendido aún perfectamente la verdadera esencia de la castidad. En vuestro sentir, sólo pueden alcanzarla quienes durante la vigilia la procuran con austeridad de vida, mientras que en el sueño los resortes del alma se distienden, y se hace imposible salvar su integridad. Y no hay tal. La castidad no se sostiene, como creéis, por la práctica de una vida austera. Subsiste por el amor que inspira y las delicias que el hombre saborea en su pureza misma. En tanto que se permanece atraído por la voluptuosidad, no se es casto, sino continente solamente.

Veis, pues, que el sueño no puede mancillar a aquellos a quienes la gracia divina ha depositado en su interior el amor a la castidad, aun cuando suspendan entonces la austeridad de vida. Es un hecho probado que ésta nos traiciona, incluso durante el día. Un vicio que a duras penas podemos contener, nos concederá de buen grado alguna tregua, nunca la seguridad ni el reposo perfectos. Si, por el contrario, le superamos gracias a una virtud que se insinúa hasta las profundidades de nuestro ser, se mantiene en adelante tranquilo, sin dar la menor sospecha de rebelión, dejándonos gozar de una paz firme y constante.

No lo olvidemos: mientras experimentemos las rebeliones de la carne, es señal de que no hemos llegado a las cimas de la castidad, sino que vivimos aún bajo el dominio débil de la continencia, fatigados por continuos combates, cuyo sesgo es necesariamente dudoso.


Que existen una gran diferencia entre la continencia y la castidad

XI. Así, la castidad perfecta se distingue de los comienzos laboriosos de la continencia por la tranquilidad inalterable que la caracteriza. Es indicio de que es ya consumada, si guarda sin sombra el brillo de su pureza inviolable no sólo combatiendo contra los movimientos de la carne, sino aborreciéndolos cordialmente. Y esto no puede ser otra casa que la santidad.

Tal sucede cuando la carne cesa de luchar contra el espíritu, por consentir en sus deseos y comulgar en su virtud. Los lazos de una paz firmísima les unen al uno con la otra, y se ve realizar en ellos la palabra del salmista a propósito de los hermanos que moran en mutua convivencia.

Poseen la felicidad prometida por el Señor, cuando dice: «Si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os la otorgará mi Padre que está en las cielos».

Aquel, pues, que haya dejado ya el grado figurado por el místico Jacob, que significa «suplantador», se elevará —libre de las luchas de la continencia, gracias a la destrucción total de los vicios—, al título glorioso de Israel, que significa «el que ve a Dios». Su corazón no se desviará ya más de su dirección fija hacia lo alta.

David ha distinguida netamente, bajo la inspiración del Espíritu Santo, estas dos etapas: «Dios es conocido en Judea» Natus in Iudaea Deus—, es decir, en el alma que debe aún confesar sus pecados. Porque Judea significa «confesión». Mas en Israel, o sea para aquel que ve a Dios, o, según interpretan otros, para el hombre recto delante de la majestad divina, Dios no es sólo conocido, sino «grande es su nombre» —magnun est nomen eius.

En seguida nos llama hacia alturas todavía más sublimes. Quiere mostrarnos el lugar mismo donde Dios tiene sus delicias: «Y su mansión —dice— está donde impera la paz». Esto es, no tanto en medio de los combates y de la lucha contra los vicios, cuanto en la paz de la castidad y la perpetua tranquilidad del corazón.

Si alguno mereciere, por la extinción de sus pasiones, alcanzar esta morada de paz, siguiendo esa trayectoria ascendente, llegará a ser una Sión espiritual, que significa «atalaya de Dios», con lo que será él también la morada de Dios. Porque el Señor no se halla en medio del fragor de las batallas de la continencia, sino en el lugar de observación, en la atalaya de las virtudes. Aquí es donde no sólo amortigua y anula la potencia de los arcos, sino que destruye el ímpetu de esas armas arrojadizas, que partían en otro tiempo contra nosotros: eran las saetas inflamadas de la voluptuosidad.

Repito: la morada del Señor no está en los combates de la continencia, sino en la paz de la castidad. Su alcázar está situado en la atalaya de las virtudes, en la contemplación. Por donde no sin motivos se prefieren las puertas de Sión a todas las tiendas de Jacob: «Ama el Señor las puertas de Sión por encima de las tiendas todas de Jacob».


Maravillas que dio obra en sus santos

XII. Grandes son y maravillosas —aunque desconocidas por los hombres que no tienen experiencia— las larguezas que Dios, en su liberalidad inefable, concede a sus fieles, incluso mientras permanecen en este vaso de corrupción.

El profeta las recorre con la mirada cristalina que le brinda la pureza de su alma casta. Y tanto en nombre propio como en el de aquellos que llegan a este estado inefable de paz y castidad, exclama: «Admirables son tus obras, Señor, y mi alma las conoce sobremanera». Nada nuevo ni grande hubiera expresado el profeta, ni hubiera afirmado que sólo su alma las conoce, si hubieran dictada sus palabras otros sentimientos, o se hiciera alusión en ellas a las obras de Dios. Porque no hay nadie que eche de ver —aun cuando no sea más que por la grandeza de sus criaturas— lo maravillaras que son las obras de Dios. Mas los dones que el Señor dispensa a diario a sus santos y las gracias que les comunica con singular munificencia, sólo las conoce el alma misma que los goza. Ella es, en el secreto de su conciencia, testigo única de los beneficios de Dios. Descendiendo del fervor de aquel estado a las cosas materiales y terrenas, no sabe traducir en palabras lo que abra Dios en ella. Ni siquiera la inteligencia o la reflexión son capaces de concebirlo.

Quién no se maravilla de las obras de Dios, cuando ve mortificada en sí mismo el apetito insaciable de los manjares, la búsqueda dispendiosa y nociva de los placeres del paladar, de suerte que apenas toma a intervalos y como a su pesar una exigua y mísera comida? ¿Quién no queda sobrecogido de asombro ante las obras de Dios, al comprobar que el fuego de la voluptuosidad —que consideraba antes como inherente a su naturaleza y por lo mismo impasible de extinguir— se ha enfriado hasta el punto de que no siente en su carne el menor movimiento de concupiscencia? ¿Cómo no admirar con estupor el poder de Dios, al ver cómo los hombres crueles y feroces que se irritaban hasta el paroxismo ante la sumisión y cortesía de quienes le servían han venido a ser ahora la misma dulzura, de moda que, lejos de turbarse ante la afrenta, su magnanimidad les lleva hasta gozarse de ella? ¿Quién, pues, no se admirará de las obras de Dios y no exclamará desde el fondo de su corazón «conocí que es grande y poderoso el Señor?» Es que se ve uno a sí mismo convertido en otro; de la codicia a la liberalidad, de la prodigalidad a la abstinencia, de la soberbia a la humildad, trocando las delicadezas y exquisiteces en un exterior desaliñado e hirsuta, abrazando voluntariamente la pobreza y privación de las cosas presentes, y cifrando en ellas su alegría.

Estas son, en verdad, las obras maravillosas de Dios que el profeta contempla estupefacto en su alma y en las de aquellos que guardan con él semejanza, y le sumen en una contemplación de maravilla. Estos son los prodigios que Dios ha obrado sobre la tierra y cuya vista ha hecho exclamar al mismo profeta, llamando a todos los pueblos a admirarlos: «Venid —dice— y ved las obras de Dios, las maravillas que obró sobre la tierra, alejando las guerras hasta sus confines, rompiendo las arcas, quebrantando las armas, quemando las adargas y rodelas». Porque, ¿qué mayor prodigio que ver en un momento a publicanos ambiciosos convertirse en apóstoles, a feroces perseguidores trocarse en paladines del Evangelio y propagar al precio de su sangre la fe que antes combatían? Estas son las obras de Dios que el Hijo atestigua haber cumplido cada día en unión con su Padre: «Mi Padre obra hasta ahora, y Yo también». Estas son las obras de Dios que David canta en espirito: «Bendita sea el Señor, Dios de Israel, porque sólo Él hace rasas maravillosas». De ellas habla también el profeta Amós, cuando dice: «El que hace todas las cosas es quien las muda; convierte en día la sombra de la noche». «Esta mudanza se debe a la diestra del Excelso». A propósito de esta obra de salvación el profeta dirige al Señor aquella plegaria: «¡Confirma, oh Dios, lo que has obrado en nosotros!»

Paso en silencio esos secretas designios de Dios que a cada instante experimentan las almas de les santos en su interior, esa celeste infusión de alegría espiritual que levanta el espíritu abatido y le colma de goces inefables, esos transportes encendidos, esas consolaciones embriagadoras que la lengua no puede expresar, ni el oído escuchar, y que a menudo nos despiertan de una tibieza inerte y estúpida, como de un profundo sueño, para elevarnos a la oración más ferviente y encumbrada. Esta es la alegría de que habla San Pablo; «Ni ojo vio, ni oída oyó, ni el corazón humano pudo columbrar». Pero habla de aquel que, entorpecida por los vicios terrenos y permaneciendo hombre carnal, vive abocado a las pasiones humanas, incapaz de captar estas divinas larguezas.

Finalmente, el mismo Apóstol, hablando de si mismo y de almas gemelas a la suya que viven como ajenas al mundo, dice también: «Pero a nosotros nos lo ha revelado el Señor, por medio de su Espíritu».

VIII. En éstos cuanta más pura y aquilatada es su virtud más sublime es su contemplación. Y conciben tal admiración en el fondo de su ser, que no hallan palabras para expresarla. Así como quien no ha saboreado esta alegría no puede intuirla, así quien ha hecho experiencia de ella no puede menos de publicarla.

Ocurre la que con un hombre que no ha gustado nunca nada dulce. Se le quiere dar a entender con palabras la dulzura de la miel, por ejemplo. Mas los vocablos que perciben sus oídos no le dan la idea cabal de suavidad que nunca saboreó su paladar. Y, por otra parte, las palabras le faltarán a quien pretenda explicarle la dulzura que el placer del gusto le ha revelado. Fascinado por un atractivo que sólo él conoce, se verá obligado en última instancia a admirar en silencio para sus adentros el sabor exquisito que ha experimentado.

Cosa pareja acontece a aquel que ha merecido llegar a la altura de la virtud de que hablamos. Evoca en su espíritu y recorre las grandes cosas que Dios ha hecho en los suyos por una gracia particular. Y en el transporte donde le instala la contemplación de tantas maravillas, se enciende y exclama de lo más hondo de su corazón: «Maravillosas son tus obras, Señor, y mi alma las conoce sobremanera».

Sí, aquí está el gran milagro de Dios: que un hombre de carne y viviendo en ella haya sido capaz de neutralizar todo afecto carnal. Que en media de tan diversas situaciones y tantos asaltas del enemigo mantenga su alma en una posición siempre igual, y perdure incontrastable en medio del torbellino incesante de los acontecimientos humanos.

Un anciano fundado en esta virtud vivía junto a Alejandría, perdido entre la masa heterogénea de los infieles. Estos le cubrían de insultos y le hacían a porfía las más graves injurias. Un día que le decían entre mofas: «Pero ¿qué milagros ha hecho ese Cristo que adoras?», respondió: «El de que estas injurias y afrentas y aun otras mayores que podríais hacerme no me conmuevan ni me ofendan».


Cómo y cuánto tiempo se puede alcanzar la castidad

XIV. Germán. Esa castidad es más celestial y angélica que humana. Por eso nos asombra y nos confunde, y sentimos casi más temor y desaliento que entusiasmo en adquirirla. Por eso te rogamos nos enseñes de un modo más concreto qué observancias nos podrán conducir a ella y en cuánto tiempo nos será dado alcanzarla. Ello nos hará cobrar confianza, al ver que no es empresa imposible, y el hecho de contar con un lapso de tiempo precisa nos animará a obtenerla. Estamos persuadidos de que esto es inaccesible a nuestra carne frágil, a menos que sepamos el método y el camino por donde se puede con seguridad llegar a ella.

XV. Queremón. Sería temerario querer fijar un lapso de tiempo bien definido para adquirir la castidad perfecta. La diversidad que apreciamos en las disposiciones y recursos de las almas lo hace imposible. Tal precisión sería difícil incluso para las artes materiales y las ciencias humanas, en que la aplicación y el talento juegan un papel decisivo, haciende que el éxito sea más lento o más rápido.

Pero en lo que puedo pronunciarme con seguridad es en la observancia que hay que adoptar y en la fijación de tiempo necesario para reconocer al menos la posibilidad de su adquisición.

Quienquiera que evite toda conversación inútil, mortifique todo sentimiento de cólera, toda solicitud y todo cuidado terreno, se contente con dos panes para su refección cotidiana, se prive de beber agua hasta la saciedad, limite su sueño a tres horas o, siguiendo otra regla en boga, a cuatro, y, por otra parte, esté convencido de que no alcanzará esta virtud por los méritos de su trabajo y abstinencia, sino por la misericordia de Dios —porque sin esta convicción serían vanas los esfuerzos del hombre—, este tal no tendrá necesidad de más de seis meses para conocen que no le es imposible adquirirla a la perfección.

Es señal clara de que se está muy cerca de la pureza no esperarla de sus propios esfuerzos. Cuando el monje ha comprendido bien toda la fuerza de aquel versículo: «Si el Señor no levanta la casa, en vano trabajan los que la edifican», no hace de su pureza un mérito orgulloso, porque ve claramente que lo debe a la misericordia de Dios y no a su propia diligencia. Ni se indigna contra los otros con un rigor implacable, porque sabe que la virtud del hombre no es nada, si no la secunda la virtud divina.

XVI. Así, pues, constituye de suya una victoria singular para quien combate con todas sus energías contra el espíritu de fornicación no buscar ni fundar el remedio en el mérito de sus esfuerzos.

Persuasión fácil y, al parecer, al alcance de todos. Sin embargo, se me antoja tan difícil en los que empiezan como la misma castidad perfecta. Apenas han vislumbrado en sí mismos los primeros atractivos de la pureza, se desliza sutilmente una cierta vanidad en el secreto de su conciencia y se complacen en su presunta virtud pensando que la deben a su diligencia.

Por tal razón es preciso que Dios retire por un tiempo su ayuda y sufran la tiranía de los vicios que la virtud había reprimido. Hasta que la experiencia les enseñe que no hubieran podido obtener el bien de la pureza par su industria y trabajo personal.

Mas para terminar nuestra ya extensa conferencia sobre el fin de la perfecta castidad, concluyamos brevemente sintetizando en una frase todos las pensamientos que hemos ido desarrollando a lo largo de ella. La perfección de la castidad consiste en que el monje no se manche a sabiendas con el placer malvado durante el día, y que durante la noche no se vea en su sueño turbado con ilusiones importunas.

He hablado de la castidad según mis alcances. Por lo menos puedo decir que no son éstos conceptos vanos. Los ha dictado la experiencia.

Aunque sospecho que los relajados y negligentes juzgarán estas cosas imposibles, tengo para mí que las almas ávidas de perfección y verdaderamente espirituales se reconocerán en mis palabras y darán su sufragio en mi favor. Porque hay tanta diferencia de un hombre a otro como la que existe entre las intenciones a donde converge el deseo de su corazón. Se separan unas de otras como el cielo del infierno, Cristo de Belial, según esta frase de nuestro Señor y Salvador: «Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor». Y aún: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón».

Aquí terminó la conferencia del abad Queremón sobre la castidad perfecta. Tal fue la conclusión que puso a su admirable doctrina al disertar sobre la más sublime pureza. Viéndonos él sobrecogidos de admiración y como atónitos, como había ya transcurrido gran parte de la noche, nos aconsejó no defraudáramos a la naturaleza el sueño debido, so pena de que el cansancio físico hiciera languidecer al alma, aminorando su ardor y santo entusiasmo.

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