La gracia de Dios ha aparecido a todos los hombres. Sí, Jesús, el rostro de Dios que salva, no se ha manifestado sólo para unos pocos, para algunos, sino para todos. Es cierto que pocas personas lo han encontrado en la humilde y destartalada demora de Belén, pero Él ha venido para todos: judíos y paganos, ricos y pobres, cercanos y lejanos, creyentes y no creyentes..., todos.
La gracia sobrenatural, por voluntad de Dios, está destinada a toda criatura. Pero hace falta que el ser humano la acoja, que diga su «sí» como María, para que el corazón sea iluminado por un rayo de esa luz divina. Aquella noche eran María y José los que esperaban al Verbo encarnado para acogerlo con amor, y los pastores, que velaban junto a los rebaños (cf. Lc 2,1-20). Una pequeña comunidad, pues, que acudió a adorar al Niño Jesús; una pequeña comunidad que representa a la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad.
También hoy, quienes en su vida lo esperan y lo buscan, encuentran al Dios que se ha hecho nuestro hermano por amor; todos los que en su corazón tienden hacia Dios desean conocer su rostro y contribuir a la llegada de su Reino. Jesús mismo lo dice en su predicación: estos son los pobres de espíritu, los afligidos, los humildes, los hambrientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por la causa de la justicia (cf. Mt 5,3-10). Estos son los que reconocen en Jesús el rostro de Dios y se ponen en camino, come a los pastores de Belén, renovados en su corazón por la alegría de su amor.