Relato de San Buenaventura (LM 10,7)

Tres años antes de su muerte se dispuso Francisco a celebrar en el castro de Greccio, con la mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del niño Jesús, a fin de excitar la devoción de los fieles.

Mas para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al sumo pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre con el heno correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un asno.

Son convocados los hermanos, llega la gente, el bosque resuena de voces, y aquella noche bendita, esmaltada profusamente de claras luces y con sonoros conciertos de voces de alabanza, se convierte en esplendorosa y solemne.

El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón inundado de gozo. Se celebra sobre el mismo pesebre la misa solemne, en la que Francisco, levita de Cristo, canta el santo evangelio. Predica después al pueblo allí presente sobre el nacimiento del Rey pobre, y cuando quiere nombrarlo -transido de ternura y amor-, lo llama «Niño de Bethlehem».

Todo esto lo presenció un caballero virtuoso y amante de la verdad: el señor Juan de Greccio, quien por su amor a Cristo había abandonado la milicia terrena y profesaba al varón de Dios una entrañable amistad. Aseguró este caballero haber visto dormido en el pesebre a un niño extraordinariamente hermoso, al que, estrechando entre sus brazos el bienaventurado padre Francisco, parecía querer despertarlo del sueño.

Dicha visión del devoto caballero es digna de crédito no sólo por la santidad del testigo, sino también porque ha sido comprobada y confirmada su veracidad por los milagros que siguieron. Porque el ejemplo de Francisco, contemplado por las gentes del mundo, es como un despertador de los corazones dormidos en la fe de Cristo, y el heno del pesebre, guardado por el pueblo, se convirtió en milagrosa medicina para los animales enfermos y en revulsivo eficaz para alejar otras clases de pestes. Así, el Señor glorificaba en todo a su siervo y con evidentes y admirables prodigios demostraba la eficacia de su santa oración.