Cristo se hace solidario con nuestros pecados y nos hace solidarios con sus satisfacciones

DOM Columba Marmion

El sacrificio de Cristo, comenzado desde la Encarnación, ha terminado; del costado de Jesús brotan las fuentes de agua viva que van a purificar y “santificar la Iglesia”: Ut sanctificaret EcclesiamUt sit sancta et Immaculata. Ese es el fruto perfecto de esta inmolación. “por una oblación única, Cristo Jesús condujo por siempre a la perfección a aquellos que en la sucesión de los tiempos son santificados”: Una enim oblatione, consummavit in sempiternum sanctificatos.

¿Cómo santificó Cristo a la Iglesia mediante su oblación?

Como bien lo sabemos, nuestra santificación consiste, esencialmente, en una participación en la naturaleza divina por la gracia santificante. Esta gracia nos hace hijos de Dios, sus amigos, justos a sus ojos, herederos d esu gloria. Fuimos, por el pecado, privados de la gracia, enemigos de Dios, excluidos de la beatitud del cielo.

Por su sacrificio, Cristo destruyó el pecado y nos devolvió la gracia. Según la expresión de S. Pablo, “Cristo, dejándose fijar a la cruz, laceró la sentencia de condenación y de muerte que pesaba sobre nosotros”:

No olvidemos, en efecto, que Cristo representaba la humanidad entera. Se unió a una raza pecadora, aunque el pecado no lo había tocado personalmente: Absque peccato; pero “carga sobre él los pecados de todos los hombres. Posuit in eo iniquitatem omnium nostrum; nos representa a todso, y como cabeza satisfizo por todos. Cristo se somete, por amor, solidario con nuestros pecados; nos volvimos, por gracia, solidario con sus satisfacciones.

Además cristo mereció para su Iglesia todas las gracias que necesita para formar esta sociedad que quiere “sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada” El valor de esos méritos es, en efecto, infinito. ¿Por qué? ¿Es que sus sufrimientos, tan extendidos y tan profundos como fueron, no conocieron límites? Ciertamente; pero quien mediante ellos mereció por nosotros es un Dios; y aunque no hubiese sufrido más que en su naturaleza humana, esos dolores y el mérito que crean pertenecen a un Dios: por eso su precio es ilimitado.

Cristo Jesús mereció, pues, para nosotros todas las gracias y todas las luces: su muerte nos reabrió las puertas de la vida, nos “transportó de las tinieblas la luz”: ella es la “causa de nuestra salvación y de nuestra santidad”: Et consummatus, factus, est ómnibus obtemperantibus sibi, causa salutis aeternae.

Los sacramentos, que son los canales por los que la gracia y la vida divina llegan  nuestras alma, no tienen valor sino por por el sacrificio de Jesús. Si estamos hoy en estado de gracia, ¿a quién se lo debemos? A nuestro bautismo. Y nuestro bautismo,  ¿de dónde obtuvo sus frutos? De a muerte de Cristo Jesús. De la misma manera, en el sacramento de penitencia, somos lavados en la sangre del Salvador. La virtud de los sacramentos se obtiene en la cruz; no tienen eficacia sino en continuidad con la pasión santa de Cristo.

Jefe y cabeza de la Iglesia, Cristo mereció para ella la abundancia de las gracias que la hacen “bella y gloriosa”. El celo de los apóstoles, la fuerza de los mártires, la constancia de los confesores, la pureza de las vírgenes se alimentan de la sangre de Jesús. Todos los favores, todos los dones que alegran las almas, hasta los privilegios únicos con que colmó a María, son el precio de esa sangre preciosa. Y como el precio es infinito, no hay gracia que no podamos esperar, si la pedimos en nombre de nuestro Pontífice y Mediador.

De suerte que en Jesús tenemos todo; nada falta en Él de lo que que necesitamos para nuestra santificación. Et copiosa apud eum redemptio: Su sacrificio ofrecido por todos por él de dio el derecho de comunicarnos todo lo que mereció-
¡Oh si comprendiéramos que en él tenemos todo! Que sus mérito infinitos son nuestros! ¡Si tuviésemos una confianza absoluta en esos méritos! Durante su vida mortal, Jesús decía a los Judíos, y nos lo vuelve a decir ahora a todos: Ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum: Una vez que haya sido elevado sobre la cruz, mi poder será tal que podré elevar hasta mía los que tienen fe en mí”. Los que, en otro tiempo, miraron la serpiente de bronce elevada por Moisés, fueron curados de sus heridas con las que habían sido azotados por causa de sus pecados; así todos los que me miran con fe y amor merecen ser traídos a mí, y los elevaré hasta el cielo. Yo, que soy Dios, he consentido, por amor a ustedes, ser colgado de la cruz “como un maldito”; ; en retorno de esta humillación, tengo el poder de atraerlos a mí, de purificarlos, de ornarlos con mi gracia, y d elevarlos al cielo done al presente estoy. Vine del cielo; y volví a subir después de mi Sacrificio; soy su precursor; tengo el poder de unirlos a mí, de una manera tan íntima que “nadie me puede arrancar de las manos a los que mi Padre me ha dado”, y que yo rescaté con mi preciosa sangre. Et ego vita aeternam do eis: et non peribunt in aeternum, et non rapiet eas quisquam de manu mea.

“Elevado de la tierra, atraeré todo a mí”. Pensemos en esta promesa infalible de nuestro pontífice supremo cuando miramos el crucifijo: es la fuente de la más absoluta confianza. “Si murió por nosotros, cuando éramos sus enemigos” ¿qué gracias de perdón, de santificación puede rehusarnos, ahora que detestamos el pecado, que buscamos desprendernos de la criatura y de nosotros mismos, para complacerlo sólo a Él?

¡Oh Padre, llévame a tu Hijo”… ¡Oh Cristo Jesús, Hijo de Dios, atráeme completamente a ti!

Dedicado a François Devaux Patel


Traducido del francés por José Gálvez Krüger
ACI Prensa