Discursos y Homilías

Discursos y Homilías

Encuentro del Papa Benedicto XVI con el Cuerpo Diplomático

Sus Excelencias,
Damas y Caballeros,

Los saludo con gran alegría, embajadores que tienen la noble tarea noble de representar a sus países ante la República de Turquía, y se han reunido aquí en la Nunciatura para encontrarse con el Sucesor de Pedro. Estoy agradecido con su Vice-Decano, el embajador de Líbano, por las amables palabras con las que se ha dirigido a mí. Me complace reconfirmar el aprecio que la Santa Sede ha expresado a menudo hacia los importantes deberes que realizan, que adquieren hoy una dimensión cada vez más global. De hecho, mientras su misión los llama sobre todo a proteger y promover los intereses legítimos de sus respectivas naciones, “la interdependencia inevitable que une hoy cada vez a más pueblos del mundo, invita a diplomáticos a ser, de una nueva y original manera, los promotores del entendimiento, la seguridad internacional y la paz entre las naciones” (Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático, México, 29 de junio de 1979).

Deseo comenzar evocando las visitas memorables de mis dos predecesores a Turquía, del Papa Pablo VI en 1967 y del Papa Juan Pablo II en 1979. ¡No podría dejar de mencionar al Papa Benedicto XV, el incansable promotor de la paz durante la Primera Guerra Mundial, y el Beato Juan XXIII, el Papa conocido como el “amigo de los turcos”, que después de sus años como delegado apostólico en Turquía y administrador apostólico del Vicariato Latino de Estambul, dejó a cada uno el recuerdo de un pastor atento y cariñoso, particularmente dispuesto a encontrarse y reunirse con el pueblo turco, cuyo huésped agradecido fue! Me alegra por lo tanto ser huésped de Turquía hoy, viniendo como un amigo y como un apóstol del diálogo y de la paz. Hace más de cuarenta años, el Concilio Vaticano II escribió que la “la paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias ... es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo”. (Gaudium et Spes, 78). Nos hemos llegado a dar cuenta que la paz verdadera necesita la justicia, para corregir los desequilibrios económicos y los disturbios políticos que siempre generan tensión y amenazan a toda sociedad. Los recientes avances del terrorismo y de ciertos conflictos regionales han destacado la necesidad de respetar y apoyar las decisiones de las instituciones internacionales, particularmente dándoles medios eficaces para prevenir conflictos y mantener zonas neutrales entre los beligerantes, con la presencia de fuerzas de paz.

Todo esto, sin embargo, sigue siendo insuficiente a menos que haya un diálogo auténtico, que debe ser un debate fructífero entre las partes involucradas, para lograr soluciones políticas duraderas y aceptables, respetuosas de las personas y los pueblos. Estoy pensando especialmente en el preocupante conflicto en Medio Oriente, que no muestra señal alguna de disminución y pesa enormemente en toda la vida internacional; estoy pensando en el riesgo de los conflictos periféricos que se multiplican y la difusión de las acciones terroristas. Aprecio los esfuerzos de numerosos países comprometidos actualmente en reconstruir la paz en Líbano, Turquía entre ellos. En su presencia, embajadores, exhorto una vez más a la vigilancia de la comunidad internacional, que no abandone sus responsabilidades, haga todos los esfuerzos por promover el diálogo entre todos las partes implicadas, garantice el respeto por otros, mientras salvaguarda los intereses legítimos y rechaza el recurso a la violencia. Como escribí en mi primer mensaje por la Jornada Mundial de la Paz, “la verdad de la paz llama a todos a cultivar relaciones fecundas y sinceras, estimula a buscar y recorrer la vía del perdón y la reconciliación, a ser transparentes en las negociaciones y fieles a la palabra dada”. (1 de enero de 2006, 6).

Turquía ha servido siempre como puente entre Oriente y Occidente, entre Asia y Europa, y como intersección de culturas y de religiones. Durante el siglo pasado, adquirió los medios para convertirse en un gran estado moderno, notablemente con la opción de un régimen secular, con una distinción clara entre la sociedad civil y la religión, cada una de las cuales debe ser autónoma en su propio dominio mientras respeta la esfera de la otra. El hecho de que la mayoría de la población de este país sea musulmana es un elemento significativo en la vida de la sociedad, que el estado no puede dejar de considerar, aunque la Constitución Turca reconozca el derecho de cada ciudadano a la libertad de culto y la libertad de conciencia. Las autoridades civiles de todo país democrático están obligadas a garantizar la libertad eficaz de todos los creyentes y permitirles organizar libremente la vida de sus comunidades religiosas. Naturalmente es mi esperanza que los creyentes, que pertenezcan a cualquier comunidad religiosa, sigan beneficiándose de estos derechos, puesto que estoy seguro que la libertad religiosa es una expresión fundamental de la libertad humana y la presencia activa de las religiones en la sociedad es una fuente de progreso y enriquecimiento para todos. Esto implica, por supuesto, que las religiones no intenten ejercer poder político directo, ya que ése no es su territorio, y también implica que rechacen completamente el recurso a la violencia como expresión legítima de la religión. En este asunto, aprecio el trabajo de la comunidad católica en Turquía, pequeña en número pero profundamente comprometida en contribuir en todo lo que pueda al desarrollo del país, educando notablemente los jóvenes, y construyendo la paz y armonía entre todos los ciudadanos.

Como he observado recientemente, “necesitamos con urgencia un auténtico diálogo entre las religiones y entre las culturas, que pueda ayudarnos a superar juntos todas las tensiones con espíritu de colaboración fecunda.” (Discurso a los embajadores de países de mayoría musulmana, Castel Gandolfo, 25 de septiembre de 2006). Este diálogo debe permitir a las diversas religiones conocerse mejor y respetarse unas a otras, para trabajar por el cumplimiento de las aspiraciones más nobles del hombre, en la búsqueda de Dios y en la búsqueda de la felicidad. Por mi parte, con ocasión de mi visita a Turquía, deseo reiterar mi gran estima hacia los musulmanes, animándolos a que sigan trabajando juntos, en respeto mutuo, para promover la dignidad de cada ser humano y el crecimiento de una sociedad donde la libertad personal y el cuidado de los demás proporcionen paz y serenidad para todos. De esta manera, las religiones podrán desempeñar su papel de responder a los numerosos desafíos que actualmente enfrentan nuestras sociedades. Con certeza, el reconocimiento del papel positivo de las religiones dentro del tejido social puede y debe impulsarnos a explorar más profundamente su conocimiento del hombre y respetar su dignidad, colocándolo en el centro de la actividad política, económica, cultural y social. Nuestro mundo debe darse cuenta que toda la gente está ligada por la profunda solidaridad del uno con el otro, y debe ser alentada a afirmar sus diferencias históricas y culturales no por la confrontación, sino para fomentar el respeto mutuo.

La Iglesia, como saben, ha recibido una misión espiritual de su Fundador y por lo tanto no tiene intención alguna de intervenir directamente en la vida política o económica. Sin embargo, en virtud de su misión y su larga experiencia de la historia de las sociedades y culturas, desea hacer escuchar su voz en el debate internacional, de modo que la dignidad fundamental del hombre, especialmente del más débil, sea siempre honrada. Dado el reciente desarrollo del fenómeno de las comunicaciones globalizadas, la Santa Sede se dirige a la comunidad internacional para dar una dirección más clara y establecer reglas para un mejor control mejor del desarrollo económico, la regulación de los mercados, y fomentar acuerdos regionales entre los países. No tengo dudas, damas y caballeros, que en su misión como diplomáticos están dispuestos a armonizar los intereses particulares de su país con la necesidad de mantener buenas relaciones con otros países, y que de esta manera pueden contribuir perceptiblemente al servicio de todos.

La voz de la Iglesia en la escena diplomática se caracteriza siempre por la compromiso del Evangelio para servir a la causa de la humanidad, y estaría fallando en esta obligación fundamental si no les recuerdo la necesidad de poner siempre dignidad humana en el mismo corazón de nuestras preocupaciones. El mundo está experimentando un desarrollo extraordinario de la ciencia y de la tecnología, con consecuencias casi inmediatas para la medicina, la agricultura y la producción alimenticia, pero también para la comunicación del conocimiento; este proceso no debe carecer de dirección o un punto de referencia humano, cuando se relaciona con el nacimiento, la educación, la forma de vida o trabajo, la vejez, o la muerte. Es necesario reposicionar el progreso dentro de la continuidad de nuestra historia humana y así dirigirlo según el plan escrito en nuestra naturaleza por el crecimiento de la humanidad - un plan expresado por las palabras del Libro del Génesis: “Sed fecundos, multiplicaos, henchid la tierra y sometedla”. (1: 28)

Finalmente, mis pensamientos se dirigen a las primeras comunidades cristianas que se originaron en esta tierra, y especialmente al Apóstol Pablo que estableció varias de ellas, permítanme citar su Carta a los Gálatas: “Ustedes, hermanos, han sido llamados para vivir en libertad, pero procuren que esta libertad no sea un pretexto para satisfacer los deseos carnales: háganse más bien servidores los unos de los otros, por medio del amor”. (5: 13). Espero sinceramente que las buenas relaciones entre las naciones, que es su tarea servir, puedan también contribuir cada vez más al crecimiento genuino de la humanidad, creada a imagen de Dios. Una meta tan noble requiere la contribución de todos. Por esta razón, la Iglesia Católica se propone renovar su cooperación con la Iglesia Ortodoxa y espero que mi próxima reunión con el patriarca Bartolomé I en el Phanar sirva con eficacia a este objetivo. Como enfatizó el Concilio Ecuménico Vaticano II, la Iglesia intenta cooperar con los creyentes y los líderes de todas las religiones, y especialmente con los musulmanes, para que juntos puedan “procurar y promover unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres” (Nostra Aetate, 3). Espero, desde este punto de vista, que mi viaje a Turquía dé frutos abundantes.

Embajadores, damas y caballeros, sobre ustedes, sus familias y sobre todos tus compañeros de trabajo, invoco con todo mi corazón las bendiciones del Todopoderoso.


Traducción: ACI Prensa