Henry Matisse fue conocido y admirado en la primera mitad del siglo por la simplicidad de sus trazos y el impacto del color en obras que solían representar bailarines andróginos, paisajes y figuras de papel. Pocos saben que terminó su vida pintando una capilla en Niza y menos aún conocen la repercusión de esta experiencia en su relación con Dios.

Matisse era ya viejo y estaba casi paralítico; así nos cuenta Giovanni Testori aquella gesta: "vidrieras, casullas, píxides, todo lo hizo él. Y pensar que en aquellos años estaba ya inmóvil y apenas podía usar las manos. Entonces dibujaba sobre folios de colores, rojos, azules, sirviéndose de un gran bastón, y después, siempre con un bastón, los recortaba y los encolaba. Hacia el final de su vida prescinde incluso del color. Tal vez descubrió que su gran sueño siempre había sido la vitrales, es decir el color pero, a la vez, algo que va más allá del color: la concentración de la luz (...). Una concentración que se vuelve fulgor"."Comencé con lo secular, y aquí estoy, en el ocaso de mi vida, terminando con lo divino", afirmó Matisse a los 81 años, a tres años de su muerte.