Preocupaciones y apuestas de la Iglesia mirando al porvenir de nuestro pueblo

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Conferencia pronunciada por S.E.R. Cardenal Jaime Ortega Alamino, Arzobispo de La Habana.

Aula Fray Bartolomé de las Casas Convento de San Juan de Letrán

29 de mayo de 2003.

Para hablar de la Iglesia y el futuro de Cuba tenemos que hacerlo fijando bien la significación de los dos términos que vamos a analizar y que consideraremos en relación uno con otro: Iglesia y porvenir; colocados ambos espacialmente: en Cuba.

La Iglesia debe comprenderse a partir del designio de Dios manifestado en Cristo, el porvenir se bosquejará a partir del pasado y del presente abiertos a la acción providente de Dios. Para la clarificación del término Iglesia debemos armarnos de unas coordenadas escriturísticas y eclesiológicas válidas. Esto quiere decir que intentaremos penetrar hasta donde nos es posible con una mirada de fe, en lo que es la Iglesia, que nace del costado abierto de Cristo en la Cruz. Y debemos descubrirla y aceptarla en la fe tal como Jesús la quiso y como la tradición apostólica y post-apostólica la vivió y nos la trasmitió: la Iglesia, don maravilloso de Dios a los hombres, sacramento de Cristo, presente en el depósito de nuestra fe.
A ella nos podemos acercar como misterio. Sobre la Iglesia los católicos, desde nuestra fe, podemos hacer teología, quienes contemplen a la Iglesia como fenómeno, sean católicos o no, pueden hacer historia o sociología. Pero estas otras disciplinas no pueden tocar la realidad última y profunda de la Iglesia para alterarla de cualquier modo.
Cuando en reuniones pastorales se habla de la "Iglesia que queremos ser" o de la "Iglesia que necesitamos", se hacen a menudo transposiciones del plano histórico o sociológico al de la fe, aún cuando el enunciado de alguna reflexión pretenda alegóricamente mover la responsabilidad personal de los participantes. Pero nosotros no construimos la Iglesia, la Iglesia nos es dada por Jesús.
La primera y única pregunta válida que tenemos que hacernos los católicos frente al don que Dios nos hace de la Iglesia es: ¿cuál es la Iglesia que quiso Jesús? y después ¿cómo es ella en su mismo ser, en su relación con el mundo? ¿Cómo debe cumplir su misión? ¿Cuál es el origen de la Iglesia?
La última pregunta es la que intentaremos responder primero: la Iglesia se origina en Jesús.
Desde hace algún tiempo existe un amplio consenso: Jesús aparece en Nazaret proclamando el Reino de Dios y toda su enseñanza estará centrada sobre la cercanía soberana del Reino de Dios, (de la ßas??e?a) un reinado que trae "riquezas" al espíritu humano. San Marcos, en el capítulo primero del Evangelio, presenta a Jesús que comienza a actuar públicamente proclamando desde el inicio el mensaje del Reino que se acerca: "se ha cumplido el plazo y está cerca el reinado de Dios: arrepiéntanse y crean la buena noticia" (Mc. 1, 15). Todos los enunciados de Jesús que aparecerán después, incluso aquellos que él pronuncia acerca de su propia muerte, dependerán de este centro. El Padre Alonso Schökel comentando este versículo del Evangelio de San Marcos dice que: "En Jesús ya está actuando y por él se ofrece el Reino de Dios. El reinado efectivo de Dios, el ejercicio de su poder real en la historia está cerca. Jesús sólo pide la ruptura del arrepentimiento y la fe" (Ruptura con el mundo del pecado y con el mundo de las viejas creencias). Estos elementos estarán presentes a través de todo el evangelio como condiciones para aceptar el reino que llega.
Jesús se ha despegado de su familia y de su tierra, comienza una manera nueva de vivir, se hace bautizar por Juan en el Jordán e inicia un nuevo comienzo de manera muy singular. No podemos decir que ni en el bautismo de Jesús en el Jordán ni durante el tiempo pasado por él en la vida sencilla de Nazaret se haya producido una "vocación de Jesús". Jesús no actuaba en virtud de una misión profética. El reinado de Dios se convirtió para él en un "destino", (no un "destino fatal") sino en una conciencia esclarecida de orante que sabía, no a través de un discurso lógico, sino en la apertura de su interioridad al Padre, que Él era enviado a proclamar el Reino de Dios que ya llegaba, y llegaba con Él mismo, con su presencia, con su persona. Jesús se sabía llamado por el Padre desde siempre.
La proclamación de Jesús es proclamación en la última hora: "se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca" (Mc 1, 15). Es un mensaje con un horizonte escatológico. La palabra escatología viene del griego ta eschata que significa las últimas cosas. Jesús no sólo descubre en su interioridad abierta al Padre que los últimos tiempos han llegado, sino que Él es el último mensajero, no el último Profeta, que había sido Juan el Bautista, sino el último enviado, el Mesías.
Con seguridad el orante Jesús, en Nazaret, desde antes de comenzar su vida pública, en su oración al Padre lo llama con la palabra Abba, usando un término familiar, íntimo, que no aparece en el vocabulario de los maestros de Israel ni en el de los profetas. Es la palabra con la que los niños se dirigen al papá. Así, en intimidad profunda con Dios lo pone en primer término en su oración: Abba, Padre del Cielo, que tu nombre sea santificado. Inmediatamente después de esa mirada vertical, y fluyendo de ella viene una petición muy propia de Jesús: venga tu reino. Es esa misma oración la que más tarde enseñará a sus discípulos. En esa relación con el Abba, de una profundidad e intimidad únicas, y en el fluir de esta unión con el Padre el deseo de que el Reino llegue, está formulada toda la centralidad de la predicación de Jesús, que se sabe el último de los enviados, su hora es la hora final.
¿Pero que es lo que Jesús proclama en la exigencia de la última hora? ¿Qué se deriva de la hora final, de la situación escatológica para nuestra conducta?
Según sea la manera que se contemple el fin se orientará la conducta. Si se espera un fin apocalíptico, una catástrofe, habrá una ética de transitoriedad sin consistencia. Si se espera un juicio al final de un tiempo más o menos largo puede introducirse un legalismo como el de los fariseos, para el cual lo importante es la propia conducta correcta según normas establecidas, de modo a ser hallados perfectos en el juicio después de la muerte, pero así podemos también segregarnos de los demás con actitudes sectarias. En la Galilea de la época de Jesús existían los zelotas que concebían la llegada del Reino como la instauración de un orden político social y estaban convencidos de que, por medio de acciones morales o políticas, y aún de acciones violentas, se podría precipitar la llegada de ese Reino. No encontramos ni la menor huella de estas posturas en la proclamación de Jesús.
Jesús no tiene ningún interés marcado por el encargo recibido por el hombre en la creación, y sus tareas con respecto al mundo: "creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla" (Gn 1,28). Este encargo no parece ser importante para Jesús, queda incluso pospuesto. Esto fue un gran escándalo para los hombres del siglo XIX iluminista y lo es aún hoy para los que siguen viviendo en ese tiempo pasado.
La urgencia del momento escatológico, de la hora última, parece que quita interés a todos los planes de la vida profana, todo pierde ahora importancia ante lo único necesario: "Marta, Marta, te preocupas e inquietas por muchas cosas, cuando sólo una es necesaria" (Lc 10,42).
¿Cuál es esa única cosa necesaria, cuál es la exigencia de esa hora última, que es la de Jesús? La primera exigencia ahora es reconocer ante todo que el tiempo actual es escatológico, es el tiempo final y aceptar la revelación divina que se nos ofrece en este tiempo, por medio de Jesús. La exigencia primaria de la hora es la de oír la palabra de Jesús (lo que está haciendo la hermana de Marta en el relato evangélico). Si la escuchamos, esa palabra rectifica de diversos modos la comprensión farisaica de la Ley y reclama una verdadera "confesión de fe" en Jesús. Y para algunos que son llamados especialmente, el seguimiento y el discipulado serán exigencias de la última hora.
Pero si seguimos mirando atentamente la acción de Jesús y escuchamos su palabra descubriremos lo que requieren las exigencias de Él. En ellas tiene un peso decisivo la exhortación a la reconciliación y al amor. Hay una urgencia de último tiempo, de hora inminente, que reclama la prontitud para la reconciliación y el servicio del amor.
Leemos en el capítulo doce del Evangelio de San Lucas: "¿Por qué no juzgan por ustedes mismos lo que es justo hacer? Pues cuando vas con tu adversario para comparecer ante el juez, mientras van los dos de camino, procura lograr un arreglo con él; no sea que te arrastre hasta el juez y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta haber pagado el último céntimo" (Lc 12, 57)
No debe simplificarse el significado de este relato, reduciéndolo al ámbito moral, en el cual se introduciría una motivación escatológica: "pórtate bien con tu prójimo mientras vas de camino en esta tierra, pues el juicio de Dios no será benigno en la otra vida con quienes no tuvieron misericordia". Esta consideración es sólo secundariamente válida.
No olvidemos que con Jesús ha llegado la última hora, con él se inicia el tiempo nuevo. Su venida adelanta en cierto modo la consumación escatológica. Hay ya un modo celestial de obrar que se introduce con él en la tierra, que se adelanta en cierto grado con Jesús "He aquí que hago todas las cosas nuevas" (Ap 21, 5), y el germen de esos "cielos nuevos y tierra nueva" está siendo sembrado por el sembrador que sale a sembrar la buena semilla, y Jesús dirá con énfasis en más de una ocasión: "llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio" (Jn 5, 28).
Tenemos que amarnos y reconciliarnos con nuestro prójimo en el camino de la vida porque ya estamos perdonados por Dios, porque Dios nos amó primero y nos está mostrando ese amor en Jesús, que es el Hijo-enviado-que-ya-ha-venido. Debemos vivir ya en un mundo distinto. Los discípulos deberán anunciar esto.
Y Jesús los envía de dos en dos, no como a los alumnos de un rabino que han memorizado normas rituales o éticas y van a enseñarlas a otros, no como los seguidores de un sabio de Israel que aprenden su doctrina; los discípulos saben que son enviados por alguien que se parece algo a un rabino, pero no lo es, porque su enseñanza es original y "habla como quien tiene autoridad" (Mc 1, 21). Saben también los discípulos que los envía un hombre sabio, una especie de profeta, pero que es "más que un profeta" (Mt 11, 9). Llevan evidentemente en su memoria sus palabras, pero no las han aprendido de memoria: porque, ellos, admirados le han dicho a Jesús: "tú tienes palabras de vida eterna" y esas palabras han trastornado sus vidas, pues no les exigen ser fieles a una doctrina, sino a la persona de quien los llamó y los envía. Ellos deben adherir a la persona de Jesús de un modo radical: "quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mi" (Mt 10, 36 ); "quien quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga" (Mt 16, 24).
Para los apóstoles de la comunidad prepascual de Galilea, anunciar el reino, y el amor y la reconciliación que llegan con ese reino tan inminente que ya está aquí, es anunciar a Jesús, es reclamar que se oiga su palabra, que se preste atención a su persona, es por tanto la transmisión de una vivencia. Quien acoja ese mensaje tiene que poner su fe en Jesús, que es inseparable de ese mensaje: Él es "la Palabra hecha carne que habitó entre nosotros" (Jn 1)
En vano buscaríamos en Jesús un interés marcado por "el poder, el derecho, el estado, el trabajo y las posesiones, el matrimonio y la familia" (El mensaje moral del Nuevo Testamento, R. Schnackenburg pág.147 a 183). Jesús no creó un código ético, ahí no estuvo su originalidad; Jesús trae el reino que se identifica con su persona: "El Reino de los Cielos está en medio de ustedes" (Lc 17, 21). Jesús es el Eterno que penetró el tiempo y le dio una urgencia de salvación, de rescate, a ese tiempo perdido por el pecado, por el egoísmo, por la ausencia de amor. Y creó un grupo de discípulos alrededor de su persona, capaces de proclamar esto, de anunciarlo a Él. Este grupo no se cohesionó en el recuerdo vivo de Jesús después de su muerte en Cruz y de su resurrección, como muchos quisieron explicarlo en la primera mitad del siglo XX. A sus discípulos él los llamó desde el comienzo en Galilea. "Todo empezó en Galilea" (Hch 10, 37).
Este grupo, esta comunidad alrededor de Jesús, conoció el llamamiento del Señor, la ambición de algunos de los mismos discípulos, los entusiasmos de otros y la traición de Judas que quería seguir a un maestro de doctrina, pero que no logró aceptar la persona de Jesús.
Esa comunidad prepascual salió a anunciar el Reino, a proclamar que ese Reino había llegado a los hombres por medio de Jesús. Ésta fue la Comunidad que celebró la Eucaristía y que recibió el mandato de Jesús de hacerla en conmemoración suya la víspera de la muerte en Cruz de su Señor.
La originalidad de Jesús en su acción y en su mensaje produce la originalidad de la Iglesia, y esto desde que llama a sus primeros discípulos, desde que transforma el agua en vino en las bodas de Caná, hasta que muere fracasado en una Cruz y triunfa por su anonadamiento, venciendo la misma muerte.
Los discípulos ya sabían por sus vivencias propias, que habían cambiado sus vidas, que lo fundamental para ellos había sido encontrarse con Jesús. Y sabían que ellos sólo podían, con su anuncio, llevar a sus prójimos a un encuentro de este género. Ésta es la idea central de la teología de Mons. Giussani. Éste es el claro mensaje de las exhortaciones apostólicas de Juan Pablo II al final del segundo milenio y al inicio del tercero, en sus exhortaciones Tertio Millennio Adveniente y Novo Millennio Ineunte. La humanidad, cada hombre o mujer, debe tener la posibilidad de encontrarse con Jesús, de llegar a contemplar su rostro. En este mismo sentido se expresa el Papa en la exhortación apostólica postsinodal "Ecclesia in América" y esto está contenido también en las exhortaciones apostólicas de los sínodos de los otros cuatro continentes. Está recogida esta propuesta esencial en nuestro Plan Pastoral Nacional: Propiciar el encuentro con Jesucristo Vivo, para promover la conversión, la comunión, la solidaridad desde comunidades inculturadas, participativas y misioneras, que a partir de nuestra realidad eclesial y social contribuyan a la edificación del amor y de la justicia en el tercer milenio.
Dos mil años después que la Iglesia naciente hiciera en sus Apóstoles la experiencia primera del encuentro con Cristo y del anuncio de Cristo y su reino a los hombres, la Iglesia sigue teniendo el mismo proyecto que les encomendó a ellos su Señor. Me gusta sobremanera la expresión de Don Olegario González de Cardedal en su obra "La entraña del cristianismo": "la misión de la Iglesia es hacer inolvidable a Jesucristo".
Los apóstoles, aquel primer grupo eclesial de Galilea, cumplieron esta misión después del momento desconcertante de la Cruz, cuando la muerte les arrebató a su Señor y después del reencuentro impactante con Cristo triunfador de la muerte, vivo y resucitado, que no los envió ya a "ir de dos en dos a los lugares donde iría El después" (Lc 10,1), sino que los envió "al mundo entero". Ahora ya podían decir a todos cómo la Cruz y la resurrección de Jesús anunciaban la llegada del Reino de Dios y fundaban un tiempo nuevo, el tiempo de la reconciliación con Dios y con los hermanos. Esto constituía su Evangelio.
En este tiempo nuevo inaugurado por Jesús vivimos nosotros dos mil años después, con la misma misión que aquellos primeros discípulos, pues lo que Jesús selló como nuevo comienzo con su Pascua, no se ha instaurado aún en la tierra y la Iglesia tiene el encargo de su Señor, a quien le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, de plantar el Reino de Dios en el mundo con la fuerza del Espíritu Santo que Jesús resucitado insufla en sus discípulos.
Jesús centró su mensaje en la reconciliación y el amor que, de parte de Dios Padre, Él había venido a traer a los hombres. Pero estableció una condición para el anuncio del reino de Dios: la pobreza: "dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3).
Jesús escoge todo lo pobre, lo pequeño para ilustrar la realidad del Reino de Dios: los niños son los primeros en el Reino de los Cielos. Sus parábolas para describir ese reino apelan a lo insignificante: una pequeña semilla que se siembra y de la cual nace un árbol grande; una moneda de poco valor que una pobre mujer busca porque se le perdió y cuando la encuentra se llena de alegría, un puñado de levadura que se echa en la masa y la hace fermentar.
Realidades tan sublimes como el amor y la reconciliación no se implantan por medios espectaculares, sino en el silencio de la semilla que germina o en la disolución anónima de la levadura en la masa.
Las recomendaciones de Jesús a sus discípulos cuando los envía a proclamar el Reino son que vayan ligeros de equipaje. Pero no sólo los portadores del mensaje deben ser pobres, sino también los medios: ir de puerta en puerta, proponer y esperar la respuesta libre de los hombres. Jesús no trae una ideología estructurada en fórmulas y consignas. El amor, el perdón, la reconciliación no pueden ser reducidos a categorías ideológicas que se infiltren en las mentes casi a pesar del propio sentir. El mensaje original de Jesús sobre su reino tiene en cuenta la libertad del hombre, necesita esa libertad, la promueve. A nadie se le puede exigir que ame, a nadie se le puede ordenar que perdone, no se reconcilian hombres ni pueblos por la fuerza. A los que habían creído en Él les dijo Jesús: "si se mantienen fieles a mi palabra serán realmente discípulos míos, entenderán la verdad y la verdad los hará libres" (Jn 8, 31). Es en un clima de libertad en el cual se proclama y se acoge el reino de Dios.
El Apóstol de Jesús va desarmado, pobre, con la verdad, y la propone a todos. El que es capaz de desarmarse porque es pobre en su espíritu, entra en la libertad de los hijos de Dios y descubre el gozo del amor, del perdón, de la misericordia y de la reconciliación.
Este es el proyecto de Jesús que inicia un mundo nuevo. A sus discípulos él les dijo: "ustedes no son del mundo", el mundo del egoísmo y del odio, el mundo de las violencias y las guerras, de las ideologías en pugna, donde se establece una cultura de la muerte y las relaciones entre hombres y pueblos se fundan en el miedo, en el orgullo, en la prepotencia. "Ustedes no son del mundo" (de ese mundo viejo) "como yo no soy del mundo" (Jn 17, 16). Los suyos deben vivir como Jesús en el mundo nuevo, el mundo de la hora última, de los últimos tiempos urgidos de amor y de reconciliación.
Permítanme que cite una página profunda, pero muy esclarecedora del Padre Heinz Schürmann en su libro "El destino de Jesús: su vida y su muerte": la exigencia escatológica de Jesús ¿no suprime el encargo dado en la creación (creced, multiplicaos, someted la tierra) y toda la responsabilidad con respecto al mundo para favorecer una perspectiva escatológica que es extraña al mundo y hostil a la historia? Puesto que la escatología de Jesús no es sólo una expectación del futuro sino que primaria y fundamentalmente proclama el comienzo del tiempo de la salvación, el discípulo de Jesús está llamado a colaborar con amor en la realización de la institución salvífica divina y a transmitir con espíritu de servicio el don de la salvación divina. Por tanto el discípulo de Jesús sigue teniendo en la historia y en el mundo su gran responsabilidad.
Claro que lo que Jesús hace resaltar tan encarecidamente como exigencia de la hora no es una labor cultural, sino la proclamación del Reino de Dios (Lc 10,3; Mc 3, 14) y el amor fraterno. Ni siquiera habla Jesús de que su mandamiento del amor haya de producir una "revolución pacífica", una transformación y renovación del mundo. La exigencia de Jesús con todo el énfasis y unilateralidad concebibles, está acentuada e interesada escatológicamente y a la vez de manera religiosamente teocéntrica. Con ello desde luego, no se niega la fe en la creación y la tarea con respecto al mundo (Mc 12, 13-17) pero sí queda muy relativizado y declarado con poderosa voz como cuestión de segundo rango en comparación con "lo único necesario", con lo que "da a Dios lo que es de Dios"(Mc. 12, 17). Pero el que piense que hay que proteger el encargo dado en la creación y la tarea con respecto al mundo contra tal proclamación, tendrá que reflexionar y pensar que ambas cosas quizás pueden protegerse únicamente de esta manera contra sí mismas y contra las energías destructoras que quieren volver a absolutizar tal acción y quieren introducir constantemente un caos tan horrible en toda la acción histórica y en toda labor cultural humana. Se llegó finalmente a una cultura occidental porque hubo anacoretas del desierto y monasterios apartados del mundo. Y aún hoy día los que mejor sirven en último término al encargo recibido en la creación y a la tarea que el hombre tiene con respecto al mundo son quizás los discípulos de Jesús que, apartándose del mundo y renunciando a él, viven puramente con su teocentrismo radical la exigencia de la hora escatológica, a pesar de que precisamente tales cristianos, con arreglo a las instrucciones de Jesús sabrán siempre lo que redunda en servicio del prójimo y lo que exige el amor fraterno. Pero también los cristianos que saben que están obligados por la responsabilidad histórica podrán reflexionar y pensar: todo el encargo recibido en la creación y toda la tarea con respecto al mundo, los "subsumió" Jesús en el gran silencio del servicio al hermano, en el callado servicio al prójimo. (Lavatorio de los pies)
Mas con ello no enmudece, ciertamente, la responsabilidad histórica de los cristianos con respecto al mundo, sino tan sólo que renace en el tranquilo seno del amor fraterno para adquirir nueva energía creativa. Tal amor fraterno y tal voluntad de servicio, con la vigilancia de una atención inspirada en el amor, ciertamente sabrán también dónde y cómo podrán utilizar como instrumentos las orientaciones sociales, los medios de poder político y las ideas culturales. Pero entonces toda la acción terrena seguirá siendo siempre -en el amor- una acción humana y toda tarea desempeñada en el mundo estará al servicio de los hermanos. ¿Podrá haber en último término mejor medio de salvación para el mundo que semejante proclamación escatológica y teocéntrica de Jesús que relativiza toda la tarea con respecto al mundo y a la cultura para después orientar con amor todo el interés hacia el bienestar eterno y temporal del hermano?
Otro teólogo A. Auer piensa que "el misterio de la consumación (del mundo) mantiene en marcha, desde la perspectiva de futuro, es decir, desde la perspectiva de la eternidad, el esfuerzo cristiano y moral... La vigilancia que está atenta a la última hora, a la parusía del Señor, garantiza más que cualquier otra cosa la medida y la tensión de la energía empleada en el servicio cristiano al mundo". Este autor entiende por "servicio al mundo" las tareas culturales del laico y piensa que estas pudieran hacer que "el futuro estado de transfiguración... se hiciera ya visible en la figura actual del mundo" y lo "condujeran a través de la historia hacia su estado de consumación". Se entiende cultura en el sentido amplio del ser y el quehacer del hombre en la historia y su modo peculiar de vivirlo. Pero también hay que considerar la inclusión de la acción social y política del cristiano como servicio de amor. Aquí entraría la extraordinaria exposición sobre la Iglesia en el mundo actual de la Constitución "Gaudium et Spes" del Concilio Vaticano II. Pero la tensión dialéctica entre Iglesia y mundo subsistirá siempre y es una tensión saludable porque empuja la historia hacia delante y hacia arriba.
Hemos ubicado así la misión de la Iglesia a partir de una Cristología teocéntrica y escatológica, tal como el Evangelio nos la presenta, con la verticalidad de Jesús en diálogo amoroso con su Abba y la horizontalidad de su mirada de enviado del Abba a traer a todos los hombres en la última hora la vida abundante del Reino de Dios, la vida que estaba en el Padre desde el principio. Esta mirada de Jesús fluye de su unión de amor con el Padre. La altura vertical de su amor al Padre y la dimensión horizontal de su proexistencia en favor nuestro, (por nosotros los hombres y por nuestra salvación), configuran su Cruz. La tensión salvadora de la Cruz está en el centro de la misión de Jesús, de la misión de la Iglesia cuerpo de Cristo, que prolonga en el tiempo la misión de su Señor.
De la entrega de Jesús en la Cruz, de la entrega de su Iglesia, asociada a su Señor, brotan la resurrección y la vida. Una eclesiología teocéntrica y escatológica como nos la presenta el Nuevo Testamento en San Juan y especialmente en San Pablo no puede ceder ante el secularismo reductivo que trata en vano de buscar en Jesús un mero Profeta y que confiere a la Iglesia una misión cuando más civilizadora, llamándola a menudo también "profética". En algunos pensadores la misión de la Iglesia queda "subsumida" en un proyecto mayor, universal, global, como puede ser el cambio de estructuras sociales y políticas, el desarrollo integral del hombre, el establecimiento de una paz duradera, etc.
Dentro de esta visión horizontal sin perspectiva escatológica y sin aliento verdaderamente teológico, se hace entrar el ecumenismo, el diálogo interreligioso, la colaboración con el marxismo, con el liberalismo o con otras corrientes de pensamiento. Aquí debemos recordar una vez más que para Jesús lo primero es el Reino de Dios y todo lo demás vendrá por añadidura. No es válida pues una inversión de prioridades.
La Iglesia, en esas falsas teologías queda vaciada de su identidad, de su misión y es reclamada por unos y otros sólo como fuerza sociopolítica en apoyo de sus doctrinas o proyectos, mientras es atacada a su turno por los que la ven como testigo de una realidad trascendente que rechazan como alienante. Sólo cuando se alza en medio de estas facciones como testigo del reino de justicia, de verdad y de amor que nos trajo Jesús, la Iglesia alcanza su real estatura profética y actúa con libertad aunque su voz sea silenciada o ignorada.
Por esto el Papa Juan Pablo II no ha cesado de reclamar como la primera de las libertades del hombre la libertad religiosa, porque ella asegura a cada ser humano la libertad superior de orientar toda la vida según Dios y ésa es la fuente de todas las libertades. Cuando la Iglesia exige la libertad religiosa no está pidiendo algo para sí, sino rindiendo su servicio de amor en favor de hombres y pueblos, reclamando para ellos la posibilidad de abrirse a su Creador y descubrir la verdad.
¿Cómo mira al futuro la Iglesia en Cuba?
La Iglesia que vive en Cuba sabe que su ser y su misión dependen de su unión con Cristo al Padre y de su fidelidad en anunciar a Jesucristo a nuestro pueblo. Esto la hizo constante en su servicio de amor a través del pasado, desde la época colonial, en los sesenta primeros años del siglo XX y desde entonces hasta acá, con momentos de bonanza y épocas de turbulencia.
Inicia el siglo XXI cumpliendo eminentemente la condición que Jesús puso al anuncio de su Reino: pobreza en todos sentidos, pobreza de evangelizadores, de medios para evangelizar, siendo también muy pobre la Iglesia en sus recursos económicos, despojada de muchos bienes, pero tal vez por eso más apta para continuar el camino, con el perenne encargo de su Señor de promover la reconciliación entre los cubanos y prestar el servicio del amor, más que nunca ahora, cuando son muchos los que lo necesitan y lo buscan.
La reconciliación como misión de Iglesia merece un tratamiento largo y serio que no podemos emprender aquí ahora. Está preciosamente tratada la misión reconciliadora de la Iglesia en la tesis doctoral del Padre Rolando Cabrera "Artífices de Reconciliación". El ser y la misión del laico en el magisterio y en la praxis de la Iglesia en Cuba (del año 1969 al 2000).
El empeño reconciliador de la Iglesia será, por deseo expreso de su Señor, con la urgencia añadida de los tiempos que corren y que vendrán, el punto focal que centre la predicación y la acción pastoral de la Iglesia en Cuba en la hora presente y en el futuro que se abre ante nosotros.
La característica de este quehacer reconciliador será la misma que está contenida en el mensaje de Jesús y en la proclamación apostólica: el Reino de Dios ya ha llegado en Cristo, que ha vencido al mundo en la Cruz, nosotros somos todos amados de Dios, el Espíritu Santo está pues actuando en los corazones, el tiempo final inaugurado por Cristo tiene toda su vigencia hoy entre nosotros y el Señor Resucitado seguirá manifestando su poder en lo humilde, en lo pequeño, aquí en Cuba.
Cuando el creyente en Cristo mira al futuro, mira a su Señor. Cristo es el futuro absoluto de la humanidad y el trajo el futuro a nuestro hoy de modo definitivo: "sepan que yo estaré con ustedes siempre hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Cuando conocemos el futuro absoluto que es Cristo-Dios relativizamos "los futuros" que se imaginan los charlatanes cada inicio de año, el futuro inquietante del neurótico, el futuro sin horizontes del triste y deprimido, el futuro matemático del economista, el futuro maravilloso de los políticos y el futuro incierto de nuestra vida rescatada de su no sentido por Jesús, pues en la fe sabemos que "si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor, en la vida y en la muerte somos del Señor" (Rom 14, 8).
La eternidad no es futuro, el futuro está encerrado en el límite del tiempo. Si la Iglesia no mirara a la eternidad, si sólo se planteara el futuro a base de cálculos, sería como una institución del mundo viejo, pero nuestro Señor nos dijo que no somos de ese mundo. La urgencia de Jesús que viene, la inminencia del Reino que ya está presente es lo propio del creyente en Cristo, del discípulo de Jesús que vive así en la esperanza. Ésta es la única esperanza que la Iglesia puede suscitar en los cubanos, pero es al mismo tiempo la mayor esperanza, la verdadera esperanza.
En tónica de esperanza, desde la pobreza, tiene que trazar la Iglesia sus planes pastorales para el siglo XXI en Cuba y estos han sido delineados admirablemente por Jesús: servir a nuestro pueblo en el amor e invitar a todos a la reconciliación.
Para esto, porque se trata de hombres y mujeres libres a quienes se dirige nuestra invitación y porque promover su libertad es condición para acoger el Reino de Dios, debemos presentar a Jesucristo a nuestro pueblo para que cada hombre o mujer responda libremente y pueda encontrarlo. El será quien les descubra el camino del amor y de la reconciliación. Del encuentro con Jesús depende una ética vital y renovada sobre la familia, la sociedad, el trabajo, la política, la justicia y el bien común que comprometa libremente a cada persona. No una ética fruto de códigos, leyes o presupuestos ideológicos, sino una ética de encuentro con Jesús que transforma la vida desde adentro. Jesús no se despreocupó de la historia, de la política, de la familia, del bien social; sino sabía que el único modo de que nos preocupáramos seriamente de estas realidades terrenas era "buscando primero el Reino de Dios". Lo demás fluye de la nueva actitud que surge en los corazones de quienes encuentran ese reino, que no es otra cosa, sino encontrar a Cristo.
La misión de la Iglesia en Cuba tiene que mantener esa jerarquía de prioridades: primero el Reino, primero Cristo, su anuncio, el encuentro de nuestros hermanos con él; lo demás fluirá de esa presencia de Dios en Cristo Jesús en medio de nosotros, empujando hacia delante la historia.
He tratado de delinear premisas en todo cuanto he dicho hasta aquí. Y en esto están contenidos los modos concretos de actuar en cada circunstancia, que no deben formar parte del cuerpo de este trabajo, sino se prestan más bien a las preguntas que puedan hacerme. Ellas se responderán ateniéndonos a la iluminación teológica que he esbozado.
Muchas gracias