El Antiguo Testamento: Los Libros Sapienciales

Eclesiastés

Eclesiastés, en hebreo Kohélet, significa predicador, o sea el que habla en la Iglesia o Asamblea; nombre que corresponde por todos conceptos a su contenido, porque predica en forma de sentencias y consejos, en prosa y verso, la vanidad de las cosas creadas. Los bienes de este mundo son vanos; vanas por tanto todas las ambiciones, vana la ilusión de felicidad terrena fuera del sencillo bienestar; la verdadera felicidad consiste en temer, o sea reverenciar a Dios nuestro Padre, y observar sus mandamientos para que en ellos hallemos la vida (Prov. 4, 13 y passim).

El autor del libro habla, desde el título, como hijo de David, por lo cual las tradiciones judía y cristiana, que siempre reconocieron su canonicidad, lo atribuyeron a Salomón. Con todo la crítica y también numerosos exégetas católicos modernos se creyeron obligados a admitir que ciertos pasajes podrían ser de una época posterior a Salomón (p. ej. las referencias sobre la tiranía de los reyes, la corrupción de los magistrados, la opresión de los súbditos). Señalan, además, que el lenguaje y el estilo no son los del tiempo salomónico. Por todo lo cual opinan algunos que el Eclesiastés sufrió posteriormente una transcripción al lenguaje más moderno; otros (entre ellos Condamín, Zapletal y Simón-Prado), piensan que el autor se sirvió del nombre de "hijo de David" sólo con el fin de dar más realce a la obra, y fijan la composición del Eclesiastés entre los años 300-200 a. C. Podemos admitir la posibilidad de esta fecha, puesto que el Libro Sagrado no se presenta como escrito por Salomón, sino por un autor anónimo que nos refiere dichos del sabio rey. No dice, en efecto: yo, el hijo de David, sino que pone como título: Palabras del Eclesiastés (Predicador), hijo de David, rey de Jerusalén (1, 1) y empieza mencionándolo en tercera persona: "Dijo el Eclesiastés" (1, 2), para hacerlo hablar luego en primera persona (1, 12 ss.). Lo mismo hace en el epílogo (12, 8 ss.), donde refiere que el Eclesiastés era sapientísimo, que compuso muchas parábolas, etc., cosas todas que sabemos son exactas respecto de Salomón (III Rey. 4, 30-34; Prov. 1, 1), a quien el autor se refiere con toda evidencia (1, 12, 16, etc.), del mismo modo como los Evangelios se refieren a Cristo y nos dan sus Palabras, pudiendo la Iglesia decir con toda exactitud: "El Evangelio de N. Señor Jesucristo", y afirmar que en él habla el divino Maestro, no obstante saber todos que El no lo escribió. No hay, pues, pura ficción en el autor de este divino Libro del Eclesiastés, sino que, reconociendo su inspiración sobrenatural, debemos creer que quiere transmitirnos las palabras y sabiduría de Salomón, tal como lo hicieron con Cristo los escritores del Nuevo Testamento, aun aquellos que no lo habían escuchado directamente.

El Eclesiastés no es sistemático. "No le atraen las síntesis, y parece desinteresarse de las conclusiones de sus asertos, aun cuando suenen a discordantes" (Manresa). San Pablo pudo gloriarse de predicar igualmente: "no con palabras persuasivas según la sabiduría humana, sino mostrando la verdad con el Espíritu Santo y la fuerza de Dios" (I Cor. 2, 4). De ahí que estas sentencias, tremendas para la suficiencia humana, hayan escandalizado hasta ser tildadas de epicúreas. En realidad, la irresistible elocuencia de este Libro revulsivo, con su apariencia de pesimismo implacable, es quizá lo más poderoso que existe para quitarnos la venda que oculta, a nuestra inteligencia oscurecida por el pecado congénito, los esplendores de la vida espiritual, y remover así ese gran obstáculo con que "el padre de la mentira" (Juan 8, 44) pretende escondernos las Bienaventuranzas, y que el Sabio llama "la fascinación de la bagatela" (Sab. 4, 12).

Los hebreos dividían los libros sagrados en tres grupos: La Torah (Ley); los Nebiyim (Profetas) y los Ketubim (Hagiógrafos). A este tercer grupo pertenece el Eclesiastés, que era contacto también entre los cinco Meghillot, o sea libros pequeños que se escribían en rollos aparte, para uso litúrgico.