Se negó a sí mismo para seguir a Cristo. San Romualdo

De la vida de san Romualdo, escrita por san Pedro Damiani, obispo
 
Romualdo vivió tres años en la ciudad de Parenzo; durante el primero, construyó un monasterio y puso en él una comunidad con su abad; los otros dos, vivió recluido en él. Allí la bondad divina lo elevó a tan alto grado de perfección que, inspirado por el Espíritu Santo, predijo algunos sucesos futuros y llegó a la penetración de muchos misterios ocultos del antiguo y del nuevo Testamento.
 
Con frecuencia, era arrebatado a un grado tan elevado de contemplación que, deshecho todo él en lágrimas, abrasado por el ardor inefable del amor divino, exclamaba:
 
«Amado Jesús, mi dulce miel, deseo inefable, dulzura de los santos, encanto de los ángeles».
 
Y, otras cosas semejantes. Nosotros somos incapaces de expresar con palabras humanas todo lo que él profería, movido por el gozo del Espíritu Santo.
 
Dondequiera que aquel santo varón se decidía a habitar, ante todo hacía en su celda un oratorio con su altar, y luego se encerraba allí, impidiendo toda entrada.
 
Después de haber vivido así en varios lugares, dándose cuenta de que ya se acercaba su fin, volvió definitivamente al monasterio que había construido en Val de Castro y allí, en espera cierta de su muerte cercana, se hizo edificar una celda con su oratorio, con el fin de recluirse en ella y guardar silencio hasta la muerte.
 
Una vez construido este lugar de receso, en el cual quiso él recluirse inmediatamente, su cuerpo empezó a experimentar unas molestias progresivas y una creciente debilidad, producida más por la decrepitud de sus muchos años que por enfermedad alguna.
 
Un día, esta debilidad comenzó a hacerse sentir con más fuerza y sus molestias alcanzaron un grado alarmante. Cuando el sol ya se ponía, mandó a los dos hermanos que estaban junto a él que salieran fuera, que cerraran tras sí la puerta de la celda y que volvieran a la madrugada para celebrar con él el Oficio matutino.
 
Ellos salieron como de mala gana, intranquilos porque presentían su fin, y no se fueron en seguida a descansar sino que, preocupados por el temor de que muriera su maestro, se quedaron a escondidas cerca de la celda, en observación de aquel talento de tan valioso precio. Después de algún rato, su interés les indujo a escuchar atentamente y, al no percibir ningún movimiento de su cuerpo ni sonido alguno de su voz, seguros ya de lo que había sucedido, empujan la puerta, entran precipitadamente encienden una luz y encuentran el santo cadáver que yacía boca arriba, después que su alma había sido arrebatada al cielo. Aquella perla preciosa yacía entonces como despreciada, pero en realidad destinada en adelante a ser guardada con todos los honores en el erario del Rey supremo.