El llamamiento de Dios

Cuando Lucrecia se despidió de las clarisas, su vocación estaba ya decidida. Ella misma refirió más tarde el porqué de su opción por el lejano monasterio de las capuchinas de Città di Castello. Estando todavía en el educandato, aprovechó la presencia de un confesor extraordinario, barnabita, que gozaba fama de docto y de santo, para exponerle sus anhelos de una vida de escondimiento y de austeridad, en pobreza total. El religioso examinó el espíritu de la joven y sus motivos. Luego lo hizo delante de sus padres. Al reparo de éstos sobre la lejanía de aquel monasterio, respondió Lucrecia que precisamente por eso lo había preferido, para poner distancia entre su vida retirada y su patria y familia. Había además otro motivo: hasta Pisa había llegado la fama de sor Verónica Giuliani, la estigmatizada, que formaba parte de aquella comunidad.

No fue fácil lograr el consentimiento de las capuchinas; fue necesario valerse de algunas influencias, entre otras la de la princesa Violante de Baviera, esposa de Fernando de Médici, hijo del Gran Duque de Toscana. En marzo de 1703 llegó respuesta afirmativa. Y comenzaron los preparativos para el viaje de la esposa. Era uso entonces que, antes de dejar el mundo para encerrarse en el convento, la joven aspirante hiciera una gira, en traje nupcial, para despedirse de parientes y conocidos, emprendiendo después el viaje. Llegado el día de la vestición, la esposa era llevada por las calles hasta la iglesia conventual, en carroza, bien escoltada de damas y caballeros. Pues bien, Lucrecia había soñado para tal ocasión «un vestido de brocado con fondo rosa»; pero, cuando llegó el momento de probárselo, se halló con que el que le habían preparado tenía el fondo blanco. Pudo dominar el primer sentimiento de contrariedad acordándose de que había pedido al Señor verse privada, en aquella gira, de toda satisfacción por legítima que fuera.

Recorrió primero los monasterios de Pisa. Después, acompañada de sus padres, se puso en camino, haciendo etapa en Florencia, donde fue muy agasajada por el Gran Duque y su familia. Reanudó el viaje, o mejor peregrinación, hacia el santuario de Loreto, donde pidió por devoción el honor de barrer la santa Casa, y lo hizo de rodillas, vestida de esposa, con el alma llena de consuelo.

Llegada a Città di Castello, esperó la admisión formal, con el voto de la comunidad, y la vestición; ésta se celebró el 7 de junio de 1703, fiesta de Corpus Christi; la presidió el obispo, quien le impuso el nombre de sor Florida, por devoción al patrono de la ciudad, san Florido. Se había preparado a la nueva vida mediante la renuncia a toda satisfacción terrena; Dios le hizo ver, en ese mismo momento, que debía renunciar también a los consuelos espirituales. El rito de la vestición se concluía con un gesto de elocuente significado: el obispo ponía en el hombro de la novicia una cruz desnuda de madera, y ella se encaminaba, a lo largo de la iglesia, hacia la puerta del monasterio. La cruz era ligera, pero sor Florida la halló tan pesada, que a duras penas podía andar.