De las espadas forjarán arados,
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).
Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego.
Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más rico en humanidad.
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La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!» (Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38).
¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido [6] . Es él quien nos impulsa a hacerlo: «Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7).
Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha apropiado de este símbolo.
«Como Moisés levantó la serpiente en el desierto -le dijo a Nicodemo- así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). También nosotros, en este momento, somos mordidos por una «serpiente» venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue «levantado» por nosotros en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna.
"Después de tres días resucitaré", predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. !Más cristiana!