Los sacerdotes han recibido la gracia de hacer que Cristo se haga realmente presente en la Eucaristía a través de la consagración del pan y del vino. Ellos tienen al mismo tiempo, la potestad de perdonar los pecados en nombre de Dios.
La Iglesia Católica ha mantenido a través de los siglos lo que se conoce como “la sucesión apostólica”, línea jerárquica que proviene de los Apóstoles de Cristo y que se mantiene hasta hoy. Los grados del sacerdocio ministerial son tres (de mayor a menor): el episcopado (propio de los obispos, sucesores de los apóstoles); el presbiterado (propio de los sacerdotes, quienes colaboran con el obispo) y el diaconado (propio de los servidores o diáconos, quienes asisten a los presbíteros). Sólo los obispos pueden ordenar sacerdotes y cada uno de ellos le debe obediencia directa al Papa, Obispo de Roma, sucesor de Pedro y Vicario de Cristo en la tierra.
La vida del sacerdote no es sencilla: para empezar, debe dejar el hogar de sus padres y privarse de tener una familia propia. Cada sacerdote forma y acompaña espiritualmente a cientos o miles de personas. Es cierto que muchas veces reciben el cariño y el respeto de la gente, pero también pueden ser blanco de incomprensiones, cuando no de calumniosos ataques o persecuciones.