Sin lugar a dudas de este deseo profundo, que también esconde algo de enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, en definitiva, sabe bien lo que no le sacia, pero no puede adivinar o definir lo que le haría experimentar aquella felicidad que lleva en el corazón la nostalgia. No se puede conocer a Dios sólo por la voluntad del hombre. Desde este punto de vista sigue el misterio: el hombre es buscador del Absoluto, un buscador que da pequeños pasos de incertidumbre. Y, sin embargo, ya la experiencia misma del deseo, del "corazón inquieto", como le llama San Agustín, es muy significativa.
Ésta nos dice que el hombre es, en el fondo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 28), un "mendigo de Dios". Podemos decir con las palabras de Pascal: "El hombre supera infinitamente al hombre" (Pensamientos, ed Chevalier 438, ed Brunschvicg 434.). Los ojos reconocen los objetos cuando son iluminados por la luz. De ahí el deseo de conocer la misma luz que hace brillar las cosas del mundo y que, con ellas, enciende el sentido de la belleza.
En consecuencia, debemos creer que es posible también en nuestra época, aparentemente refractaria a la dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería muy útil para este fin, promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de aquellos que aún no creen, como para aquellos que ya han recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprende al menos dos aspectos.
En primer lugar, aprender a volver a aprender el gusto de las auténticas alegrías de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan una huella positiva, son capaces de pacificar el ánimo, nos hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, después de la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían despertado y dejan a veces detrás de sí amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Educar a saborear las alegrías verdaderas desde temprana edad, en todos los ámbitos de la vida –la familia, la amistad, la solidaridad con los que sufren, renunciar al propio yo para servir a los demás, el amor por el conocimiento, por el arte, por la belleza de la naturaleza–, todo esto significa ejercer el gusto interior y producir anticuerpos efectivos contra la banalización y el aplanamiento predominante hoy.