Y la primera indicación es la pobreza. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión, parece que pone más atención en el "despojarlos" que en el "vestirlos". De hecho, un cristiano que no es humilde y pobre, desapegado de las riquezas y del poder y sobre todo desapegado de sí, no se asemeja a Jesús. El cristiano recorre su camino en este mundo con lo esencial para el camino, pero con el corazón lleno de amor. La verdadera derrota para él o para ella es caer en la tentación de la venganza y de la violencia, respondiendo al mal con el mal. Jesús nos dice: «Yo los envío como a ovejas en medio de lobos» (Mt 10,16). Por lo tanto, sin fauces, sin garras, sin armas. El cristiano mejor dicho deberá ser prudente, a veces también astuto: estas son virtudes aceptadas por la lógica evangélica. Pero la violencia jamás. Para derrotar al mal, no se puede compartir los métodos del mal.
La única fuerza del cristiano es el Evangelio. En los momentos de dificultad, se debe creer que Jesús está delante de nosotros, y no cesa de acompañar a sus discípulos. La persecución no es una contradicción al Evangelio, sino que forma parte de este: si han perseguido a nuestro Maestro, ¿Cómo podemos esperar que nos sea eximida la lucha? Pero, al centro de la tormenta, el cristiano no debe perder la esperanza, pensando de haber sido abandonado.
Jesús conforta a los suyos diciendo: «Ustedes tienen contados todos sus cabellos» (Mt 10,30). Para decir que ningún sufrimiento del hombre, ni siquiera el más pequeño y escondido, es invisible a los ojos de Dios. Dios ve, y seguramente protege; y donará su rescate. De hecho, existe en medio de nosotros Alguien que es más fuerte que el mal, más fuerte que las mafias, que los oscuros engaños, de quien lucra sobre la piel de los desesperados, de quien aplasta a los demás con prepotencia… Alguien que escucha desde siempre la voz de la sangre de Abel que grita desde la tierra.