Luego, el buen ladrón declara la inocencia de Jesús y confiesa abiertamente su propia culpa: «Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo» (Lc 23,41): así dice. Por lo tanto, Jesús está ahí en la cruz para estar con los culpables: a través de esta cercanía, Él ofrece a ellos la salvación. Lo que es un escándalo para los jefes y para el primer ladrón, para aquellos que estaban ahí y se burlaban de Jesús, esto en cambio es el fundamento de su fe. Y así el buen ladrón se convierte en testigo de la Gracia; lo impensable ha sucedido: Dios me ha amado a tal punto que ha muerto en la cruz por mí. La fe misma de este hombre es fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el Crucificado el amor de Dios por él, pobre pecador. Es verdad, era ladrón, era un ladrón: es verdad. Había robado toda su vida. Pero al final, arrepentido de aquello que había hecho, mirando a Jesús tan bueno y misericordioso ha logrado robarse el cielo: ¡éste es un buen ladrón!
Finalmente, el buen ladrón se dirige directamente a Jesús, invocando su ayuda: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino» (Lc 23,42). Lo llama por nombre, "Jesús", con confianza, y así confiesa lo que este nombre indica: "el Señor salva": esto significa "Jesús". Aquel hombre pide a Jesús que se recuerde de él. ¡Cuánta ternura en esta expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de no ser abandonado, que Dios le esté siempre cercano. De este modo un condenado a muerte se convierte en modelo del cristiano que confía en Jesús. Esto es profundo: un condenado a muerte es un modelo para nosotros. Un modelo de un hombre, de un cristiano que confía en Jesús; y también modelo de la Iglesia que en la liturgia muchas veces invoca al Señor diciendo: "Recuérdate… Recuérdate… Recuérdate de tu amor…".
Mientras el buen ladrón habla en futuro: «Cuando vengas a establecer tu Reino», la respuesta de Jesús no se hace esperar; habla en presente: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (v. 43). En la hora de la cruz, la salvación de Cristo alcanza su culmen; y su promesa al buen ladrón revela el cumplimiento de su misión: es decir, salvar a los pecadores. Al inicio de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había proclamado: «la liberación a los cautivos» (Lc 4,18); en Jericó, en la casa del publicano Zaqueo, había declarado que «el Hijo del hombre – es decir, Él – vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9). En la cruz, el último acto confirma la realización de este diseño salvífico. Desde el inicio y hasta el final Él se ha revelado Misericordia, se ha revelado la encarnación definitiva e irrepetible del amor del Padre. Jesús es de verdad el rosto de la misericordia del Padre. Y el buen ladrón lo ha llamado por nombre: "Jesús". Es una oración breve, y todos nosotros podemos hacerla durante la jornada muchas veces: "Jesús". "Jesús", simplemente. Hagámosla juntos tres veces, todos juntos, vamos: "Jesús", Jesús, Jesús". Y así háganlo durante todo el día. Gracias.
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