María "estaba", simplemente estaba ahí. Estaba ahí nuevamente la joven mujer de Nazaret, ya con los cabellos canosos por el pasar de los años, todavía luchando con un Dios que debe ser sólo abrazado, y con una vida que ha llegado al umbral de la oscuridad más densa. María "estaba" en la oscuridad más densa, pero "estaba".
No se había ido. María está ahí, fielmente presente, cada vez que hay que tener una candela encendida en un lugar de neblina y tinieblas. Ni siquiera ella conoce el destino de resurrección que su Hijo estaba en aquel instante abriendo para todos nosotros los hombres: está ahí por fidelidad al plan de Dios del cual se ha proclamada sierva desde el primer día de su vocación, pero también a causa de su instinto de madre que simplemente sufre, cada vez que hay un hijo que atraviesa una pasión.
Los sufrimientos de las madres… todos nosotros hemos conocido mujeres fuertes, que han llevado adelante tantos sufrimientos de sus hijos…
La reencontraremos el primer día de la Iglesia, ella, Madre de esperanza, en medio a aquella comunidad de discípulos así tan frágiles: uno había negado, muchos habían huido, todos habían tenido miedo (Cfr. Hech 1,14). Pero ella, simplemente estaba allí, en el más normal de los modos, como si fuera del todo natural: en la primera Iglesia envuelta por la luz de la Resurrección, pero también por las vacilaciones de los primeros pasos que debía cumplir en el mundo.