No es casual que entre los símbolos cristianos de la esperanza existe uno que a mí me gusta tanto: es el ancla. Ella expresa que nuestra esperanza no es banal; no se debe confundir con el sentimiento mutable de quien quiere mejorar las cosas de este mundo de manera utópica, haciendo, contando sólo en su propia fuerza de voluntad. La esperanza cristiana, de hecho, encuentra su raíz no en lo atractivo del futuro, sino en la seguridad de lo que Dios nos ha prometido y ha realizado en Jesucristo. Si Él nos ha garantizado que no nos abandonará jamás, si el inicio de toda vocación es un "Sígueme", con el cual Él nos asegura de quedarse siempre delante de nosotros, entonces ¿Por qué temer? Con esta promesa, los cristianos pueden caminar donde sea.
También atravesando porciones de mundo herido, donde las cosas no van bien, nosotros estamos entre aquellos que también ahí continuamos esperando. Dice el salmo: «Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo» (Sal 23,4). Es justamente donde abunda la oscuridad que se necesita tener encendida una luz. Volvamos al ancla: el ancla es aquello que los navegantes, ese instrumento, que lanzan al mar y luego se sujetan a la cuerda para acercar la barca, la barca a la orilla. Nuestra fe es el ancla del cielo. Nosotros tenemos nuestra vida anclada al cielo. ¿Qué cosa debemos hacer? Sujetarnos a la cuerda: está siempre ahí. Y vamos adelante porque estamos seguros que nuestra vida es como un ancla que está en el cielo, en esa orilla a dónde llegaremos.
Cierto, si confiáramos solo en nuestras fuerzas, tendríamos razón de sentirnos desilusionados y derrotados, porque el mundo muchas veces se muestra contrario a las leyes del amor. Prefiere muchas veces, las leyes del egoísmo. Pero si sobrevive en nosotros la certeza de que Dios no nos abandona, de que Dios nos ama tiernamente y a este mundo, entonces en seguida cambia la perspectiva. "Homo viator, spe erectus", decían los antiguos. A lo largo el camino, la promesa de Jesús «Yo estoy con ustedes» nos hace estar de pie, erguidos, con esperanza, confiando que el Dios bueno está ya trabajando para realizar lo que humanamente parece imposible, porque el ancla está en la orilla del cielo.
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