Sobre todo pregunta y escucha: nuestro Dios no es un Dios entrometido. Aunque si conoce ya el motivo de la desilusión de estos dos, les deja a ellos el tiempo para poder examinar en profundidad la amargura que los ha envuelto. El resultado es una confesión que es un estribillo de la existencia humana: «Nosotros esperábamos, pero Nosotros esperábamos, pero …» (v. 21). ¡Cuántas tristezas, cuántas derrotas, cuántos fracasos existen en la vida de cada persona! En el fondo somos todos un poco como estos dos discípulos. Cuántas veces en la vida hemos esperado, cuántas veces nos hemos sentido a un paso de la felicidad, y luego nos hemos encontrado por los suelos decepcionados. Pero Jesús camina: Jesús camina con todas las personas desconsoladas que proceden con la cabeza agachada. Y caminando con ellos, de manera discreta, logra dar esperanza.
Jesús les habla sobre todo a través de las Escrituras. Quien toma en la mano el libro de Dios no encontrará historias de heroísmo fácil, tempestivas campañas de conquista. La verdadera esperanza no es jamás a poco precio: pasa siempre a través de la derrota. La esperanza de quien no sufre, tal vez no es ni siquiera eso. A Dios no le gusta ser amado como se amaría a un líder que conduce a la victoria a su pueblo aplastando en la sangre a sus adversarios. Nuestro Dios es una farol suave que arde en un día frío y con viento, y por cuanto parezca frágil su presencia en este mundo, Él ha escogido el lugar que todos despreciamos.
Luego Jesús repite para los dos discípulos el gesto-cardinal de toda Eucaristía: toma el pan, lo bendice, lo parte y lo da. ¿En esta serie de gestos, no está quizás toda la historia de Jesús? ¿Y no está, en cada Eucaristía, también el signo de qué cosa debe ser la Iglesia? Jesús nos toma, nos bendice, "parte" nuestra vida – porque no hay amor sin sacrificio – y la ofrece a los demás, la ofrece a todos.
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