El Señor nos hace otra promesa en las lecturas de hoy. Como Buen Pastor, que nos guía por los caminos de la vida, Él nos promete habitar en su casa por años sin término (cf. Sal 23,6). También en este caso vemos cumplida su promesa en la vida de la Iglesia. En el Bautismo, Él nos conduce hacia fuentes tranquilas y reaviva nuestra alma. En la Confirmación nos unge con el óleo de la alegría espiritual y de la fortaleza. Y en la Eucaristía nos prepara una mesa, la mesa de su propio cuerpo y sangre, para la salvación del mundo.
Necesitamos estos dones de gracia. Nuestro mundo tiene necesidad de ellos. Kenia necesita estos dones. Ellos fortalecen nuestra fidelidad en medio de las adversidades, cuando parece que estamos caminando «por el valle de las sombras de la muerte». Pero también cambian nuestros corazones. Nos hacen más fieles discípulos del divino Maestro, vasos de misericordia y de amorosa ternura en un mundo lacerado por el egoísmo, el pecado y la división. Estos son los dones que Dios en su providencia les concede para que contribuyan, como hombres y mujeres de fe, en la construcción de su país, con la concordia civil y la solidaridad fraterna. De manera particular, son dones que hay que compartir con los jóvenes, que aquí, como en otras partes de este gran continente, son el futuro de la sociedad.
Aquí, en el corazón de esta Universidad, donde se forman las mentes y los corazones de las nuevas generaciones, hago un llamado especial a los jóvenes de la nación. Que los grandes valores de la tradición africana, la sabiduría y la verdad de la Palabra de Dios, y el generoso idealismo de su juventud, los guíen en su esfuerzo por construir una sociedad que sea cada vez más justa, inclusiva y respetuosa de la dignidad humana. Preocúpense de las necesidades de los pobres, rechacen todo prejuicio y discriminación, porque –lo sabemos– todas estas cosas no son de Dios.