Ha existido, de hecho, a lo largo de la historia cristiana, la tentación de caer en una interpretación monofisista según la cual Jesús tiene una sola naturaleza, a saber divina. Según esta interpretación, la humanidad del Señor es un simulacro de una naturaleza humana real, como si Dios simplemente tomara la apariencia de un ser humano. La tradición cristiana se ha opuesto siempre a ese punto de vista. De hecho, durante la controversia monofisista del siglo VIII, la Iglesia sostuvo que Jesús tiene una naturaleza humana constituida totalmente, y que está dotado de una mente y voluntad humana.
Por lo tanto, es perfectamente admisible hablar del desarrollo en la naturaleza humana de Jesús como lo hace el Evangelio de San Lucas: "y Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y el hombre". Incluso es apropiado hablar, como la Carta a los Hebreos lo hace, de Jesús siendo "tentado en todo lo que somos". Consecuentemente "Últimos días en el desierto" se justifica sin duda en retratar al Señor como propenso a la tentación y el desánimo.
Pero si Jesús es meramente humano, ¡a quién le importaría! Lo que lo hace irresistible, fascinante y extraño es el juego entre su humanidad y su divinidad. En realidad, toda la poesía y el teatro del cristianismo que se encuentra en la Catedral de Chartres (Francia), la Divina Comedia de Dante, la Suma Teológica de Santo Tomás, los sermones de John Henry Newman, los ensayos de Chesterton, la mística de Teresa de Ávila y el ministerio de la Madre Teresa, están en función de esta yuxtaposición. Reducir a Jesús al nivel humano es hacerlo totalmente insulso y vulgar, eso es precisamente lo que tenemos en los "Últimos días en el desierto".
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