Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado, como se proclama en las Iglesias de Oriente. Ese verdaderamente nos dice que la esperanza no es una ilusión, ¡es verdad! Y que, a partir de la Pascua, el camino de la humanidad, marcado por la esperanza, avanza veloz. Nos lo muestran con su ejemplo los primeros testigos de la Resurrección. Los Evangelios describen la prisa con la que el día de Pascua "las mujeres corrieron a dar la noticia a los discípulos" (Mt 28,8).
Y, después que María Magdalena "corrió al encuentro de Simón Pedro" (Jn 20,2), Juan y el mismo Pedro "corrieron los dos juntos" (cf. v. 4) para llegar al lugar donde Jesús había sido sepultado. Y después, la tarde de Pascua, habiendo encontrado al Resucitado en el camino de Emaús, dos discípulos "partieron sin demora" (cf. Lc 24,33) y se apresuraron para recorrer muchos kilómetros en subida y a oscuras, movidos por la alegría incontenible de la Pascua que ardía en sus corazones (cf. v. 32).
Es la misma alegría por la que Pedro, viendo a Jesús resucitado a orillas del lago de Galilea, no pudo quedarse en la barca con los demás, sino que se tiró al agua de inmediato para nadar rápidamente hacia Él (cf. Jn 21,7). En definitiva, en Pascua el andar se acelera y se vuelve una carrera, porque la humanidad ve la meta de su camino, el sentido de su destino, Jesucristo, y está llamada a ir de prisa hacia Él, esperanza del mundo.