Jesús mismo había preanunciado su muerte y resurrección con la imagen del grano de trigo. Decía: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Y esto es lo que ha sucedido: Jesús, el grano de trigo sembrado por Dios en los surcos de la tierra, murió víctima del pecado del mundo, permaneció dos días en el sepulcro; pero en su muerte estaba presente toda la potencia del amor de Dios, que se liberó y se manifestó el tercer día, y que hoy celebramos: la Pascua de Cristo Señor.
Nosotros, cristianos, creemos y sabemos que la resurrección de Cristo es la verdadera esperanza del mundo, aquella que no defrauda. Es la fuerza del grano de trigo, del amor que se humilla y se da hasta el final, y que renueva realmente el mundo. También hoy esta fuerza produce fruto en los surcos de nuestra historia, marcada por tantas injusticias y violencias. Trae frutos de esperanza y dignidad donde hay miseria y exclusión, donde hay hambre y falta trabajo, a los prófugos y refugiados -tantas veces rechazados por la cultura actual del descarte-, a las víctimas del narcotráfico, de la trata de personas y de las distintas formas de esclavitud de nuestro tiempo.
Y, hoy, nosotros pedimos frutos de paz para el mundo entero, comenzando por la amada y martirizada Siria, cuya población está extenuada por una guerra que no tiene fin. Que la luz de Cristo resucitado ilumine en esta Pascua las conciencias de todos los responsables políticos y militares, para que se ponga fin inmediatamente al exterminio que se está llevando a cabo, se respete el derecho humanitario y se proceda a facilitar el acceso a las ayudas que estos hermanos y hermanas nuestros necesitan urgentemente, asegurando al mismo tiempo las condiciones adecuadas para el regreso de los desplazados.