El hombre "digital" como el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa el camino para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Del resto, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido definido y la felicidad, a la que todos tendemos, es proyectada espontáneamente hacia el futuro, en un mañana todavía por cumplirse.
El Concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, lo ha subrayado sintéticamente: "los hombres esperan de las varias religiones la respuestas a los recónditos enigmas de la condición humana, que ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: la naturaleza del hombre (¿quién soy yo?), el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el ámbito del dolor, el camino para alcanzar la verdadera felicidad, la muerte, el juicio y la sanción tras la muerte, en fin el último e inefable misterio que circunda nuestra existencia, de donde venimos y hacia dónde vamos" (n.1).
El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a la necesidad fundamental de entender. Incluso si es iluso y se ilusiona con ser autosuficiente, tiene la experiencia de no bastarse a sí mismo. Tiene necesidad de abrirse al otro, a alguna cosa o alguno, que pueda darle lo que le falta, debe salir de sí mismo hacia Aquel que está en capacidad de colmar la amplitud y profundidad de su deseo.
El hombre porta en sí una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo dirigen hacia lo Absoluto, el hombre porta en sí el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de cualquier forma, que puede dirigirse a Dios, sabe que puede rezarle.