La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos habla de un paralítico. Escuchamos solamente la segunda parte de esa historia, pero todos conocemos la trasformación de este hombre: lisiado de nacimiento, postrado a la puerta del Templo para pedir limosna, sin atravesar nunca su umbral; y cómo sus ojos se clavaron en los Apóstoles, esperando que le diesen algo. Pedro y Juan no le podían dar nada de lo que él buscaba: ni oro, ni plata. Y él, que se había quedado siempre a la puerta, ahora entra por su pie, dando brincos, y alabando a Dios, celebrando sus maravillas. Y su alegría es contagiosa. Eso es lo que hoy nos dice la Escritura: la gente se llenaba de estupor, y asombrada acudía corriendo para ver esa maravilla. Y en medio de ese barullo, de esa admiración, Pedro anuncia el mensaje.
Es que la alegría del encuentro con Jesucristo, ésa que nos da tanto miedo de asumir, es contagiosa y grita el anuncio, y ahí crece la Iglesia. El paralítico cree. "La Iglesia no crece por proselitismo, crece por atracción"; la atracción testimonial de este gozo que anuncia Jesucristo. Ese testimonio que nace de la alegría asumida y luego transformada en anuncio. Es la alegría fundante.
Sin este gozo, sin esta alegría, no se puede fundar una iglesia, una comunidad cristiana. Es una alegría apostólica, que se irradia, que se expande. Me pregunto: Como Pedro, ¿soy capaz de sentarme junto al hermano y explicar despacio el don de la Palabra que he recibido? ¡Es contagiarle mi alegría! ¿Soy capaz de convocar a mi alrededor el entusiasmo de quienes descubren en nosotros el milagro de una vida nueva, que no se puede controlar, a la cual debemos docilidad porque nos atrae, nos lleva; esa vida nueva nacida del encuentro con Cristo?