El Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz (Argentina), Mons. José María Arancedo, destacó la importancia que tiene para el hombre “encontrar la fuente de la verdadera felicidad, esa que permanece, nos acompaña y que no necesita de grandes cosas ni de mucho ruido. Es la alegría que nace en la verdad, crece en el amor y se expresa en la paz”, y recordó que “esta alegría es signo y testimonio del verdadero encuentro con Jesucristo”.

“Este encuentro con Jesucristo nos lleva, necesariamente, a hablar de conversión. No se puede mantener una dualidad entre el encuentro con Jesucristo con una vida ajena a su proyecto e ideales. La conversión es consecuencia del verdadero encuentro con él”.

“No es posible un cambio profundo si el encuentro no es algo personal, mejor dicho con alguien, que da razones y justifique semejante actitud. Si Jesucristo queda sólo en el plano de las ideas, el cambio o la conversión no llega al nivel de una vida nueva, porque no me he sentido interpelado por una voz personal”, subrayó en su alocución radial.

“Es necesaria la experiencia de haberse encontrado con alguien que da un sentido nuevo a mi vida y relaciones. Hay un antes y un después en toda auténtica conversión. Esto que puede parecer muy radical va acompañado, sin embargo, de una profunda alegría y paz interior que es el fruto de ese verdadero encuentro con Cristo, como le decía Pablo a los Filipenses. Por ello, el mayor acto de amor hacia una persona es ayudarlo en este camino de encuentro con Jesucristo. El apostolado es, por lo mismo, un acto de caridad”, agregó.

Tras precisar que “la conversión nace en el interior, pero tiene que expresarse en actitudes concretas”, señaló que “Jesús nos propone una serie de respuestas orientadas a renovar nuestras relaciones. Ellas están marcadas por un sentido de justicia y solidaridad”.

Por último, Mons. Arancedo sostuvo que “la vida nueva que surge del encuentro con la vida de Jesucristo, tiene en la caridad su expresión mayor. Esto nos debe ayudar a revisar el nivel de nuestras relaciones”.

“Es un error, diría una tentación, hacer de la vida espiritual una práctica un tanto individualista que pretende aislarme para buscar un estado de aparente encuentro conmigo prescindiendo del otro. Saber integrar la intimidad con Dios con el ejercicio de la caridad es signo de la sabiduría como don del Espíritu Santo. El otro siempre es mi hermano y la imagen viva de Dios. Debemos descubrir desde la fe el valor, diría casi sacramental, de la dignidad humana como presencia de Dios”.