Cada 15 de enero la Iglesia recuerda a San Pablo el Ermitaño, conocido también como ‘Pablo de Tebas’ o ‘Pablo el Egipcio’. Este santo forma parte de los denominados ‘Padres del desierto’ o ‘Padres del yermo’.
El apelativo “ermitaño” (una derivación del griego eremítes, ‘del desierto’) tiene su origen en el estilo de vida que asumió el santo: Pablo se entregó a Dios apartándose del mundo para vivir en el desierto, en una “ermita” -generalmente un lugar aislado como una cueva o una cabaña precaria, la cual solía disponerse a manera de habitación-. Allí, en soledad y silencio, Pablo se dedicó a la meditación y la oración.
La forma de vida de este santo, original de Tebaida (Antiguo Egipto), se convertiría en fuente de inspiración para muchísimos otros cristianos a lo largo de la historia, quienes -como él- buscaron a Dios lejos del ruido y la frivolidad de las ciudades. El cristianismo ya había visto con beneplácito el desierto, los bosques apartados o las montañas escarpadas en los tiempos de persecución; por lo que estos se habían convertido en lugares “familiares” para quienes deseaban vivir su fe: habían sido refugio u oasis en los momentos más difíciles.