"Si alguna persona, por su estado de vida, no puede vivir sin riquezas y posición, que al menos mantenga su corazón vacío del amor a estas" (Santa Ángela de Merici).
A la muerte de su tío, cuando tenía 20 años, Santa Ángela vuelve a su tierra natal, Desenzano, donde se dedica a asistir a los pobres y a catequizar a las niñas. Convierte su casa en una suerte de escuela, convencida de que la instrucción es la mejor ayuda para quienes poseen poco o nada, de que era la herramienta más adecuada para una vida feliz, ayudar a la Iglesia y, por supuesto, obtener la vida eterna.
Ángela no era religiosa en ese momento, como corresponde a todo miembro de una tercera orden, pero había encontrado un camino de entrega total al Señor y de servicio a sus hijos más necesitados. Sin duda, un maravilloso precedente, tal como lo señalaba el Papa Benedicto XVI.
En 1516, los franciscanos le pidieron a la santa que fuera a Brescia a acompañar a una mujer que había perdido a su esposo e hijos en la guerra, y que pasaba por una experiencia de tristeza indecible. Ángela permanece dos años con ella, ayudándola material y espiritualmente. Luego decide permanecer en esa ciudad, hasta que en 1524 parte a Jerusalén con un grupo de peregrinos que se sentían convocados por su testimonio de santidad. Estando de paso en Creta, sufre de una ceguera temporal, que la obliga a ser guiada a Tierra Santa, a donde logra llegar. Milagrosamente, durante el viaje de regreso recupera la vista.