En los días de la persecución de Decio, el procónsul Quintianus (Quinciano), gobernador de Sicilia, se enamoró de Águeda y la pretendió en matrimonio. Sin embargo, la joven rechazó cada una de sus propuestas.
Las constantes negativas incomodaron tremendamente al procónsul, quien ordenó que fuese llevada a un prostíbulo como castigo. Contra lo que Quintianus esperaba, en aquél triste lugar, Águeda se las arregló para evitar toda ocasión que pudiera poner en riesgo la promesa que le había hecho al Señor. Y, como si esto fuera poco, muchas mujeres sometidas a ese mundo que las trataba como mercancía se convirtieron a Cristo y salvaron sus vidas.
Puesto sobre aviso, Quintianus mandó someter a Santa Águeda a una seguidilla de mofas e insultos, y luego ordenó que fuera torturada. Sus verdugos, en un arranque de insanía, le cortaron los senos. Cierta hagiografía conserva sus palabras ante tamaña maldad: “Cruel tirano, ¿no te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?”.