A los 17 años se le pasó por la cabeza, por primera vez, la idea de ser sacerdote, pero no lo consideró con seriedad hasta el día que enfermó gravemente. Creyendo que moriría, prometió al Señor hacerse religioso si se salvaba. Dios hizo su parte, y el chico se recuperó, pero olvidó su promesa casi de inmediato.
Al tiempo, Francisco cayó nuevamente enfermo aunque, en esta oportunidad, se encomendó al entonces beato jesuita Andrés Bobola. Al recobrar la salud, consideró nuevamente ser religioso, pero otra vez se dejó llevar por las distracciones de la vida mundana, postergando sus inquietudes espirituales.
Un día, practicando cacería, Francisco se tropieza y se dispara accidentalmente un tiro que le roza la frente. El suceso lo dejó perplejo. Entonces entra de nuevo en un periodo de reflexión y decide darle un giro definitivo a su vida. Está convencido de que lo que pasó fue un aviso del cielo y una oportunidad más -quizás la última- de vivir intensa y plenamente la vida, no a su manera, sino a la de Dios.
Al poco tiempo, el joven retomó su discernimiento formalmente y llega a pensar que Dios lo estaba llamando efectivamente al sacerdocio. Entonces le comunica a su padre cuáles eran sus intenciones: quiere ingresar a una orden religiosa y entregarse a Dios. Su padre muestra su desacuerdo y rechaza de plano tal posibilidad.