La paz esté con ustedes! El Señor lo dice por segunda vez, agregando: «Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes» (v. 21). Y les da a los discípulos el Espíritu Santo, para hacerlos ministros de reconciliación. «A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» (v. 23). No sólo reciben misericordia, sino que se convierten en dispensadores de esa misma misericordia que han recibido. Reciben este poder, pero no en base a sus méritos, no; es un puro don de la gracia, que se apoya en su propia experiencia de hombres perdonados. Y, hoy y siempre, el perdón en la Iglesia nos debe llegar así, por medio de la humilde bondad de un confesor misericordioso, que sabe que no es el poseedor de un poder, sino un canal de la misericordia, que derrama sobre los demás el perdón del que él mismo ha sido el primer beneficiado.
«A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» (v. 23). Estas palabras están en el origen del sacramento de la Reconciliación, pero no sólo, pues toda la Iglesia ha sido constituida por Jesús como una comunidad dispensadora de misericordia, signo e instrumento de reconciliación para la humanidad. Hermanos, hermanas, cada uno de nosotros hemos recibido en el Bautismo el Espíritu Santo para ser hombres y mujeres de reconciliación. Si experimentamos la alegría de ser liberados del peso de nuestros pecados y de nuestros errores; si sabemos en primera persona qué significa renacer, después de una experiencia que parecía no tener salida, entonces se hace necesario compartir el pan de la misericordia con los que están a nuestro lado. Sintámonos llamados a esto. Y preguntémonos: yo, aquí donde vivo, en la familia, en el trabajo, en mi comunidad, ¿promuevo la comunión, soy artífice de reconciliación? ¿Me comprometo a calmar los conflictos, a llevar perdón donde hay odio, paz donde hay rencor? Jesús busca que seamos ante el mundo testigos de estas palabras suyas: ¡La paz esté con ustedes!
¡La paz esté con ustedes! repite el Señor por tercera vez cuando se les aparece nuevamente a los discípulos ocho días después, para confirmar la fe tambaleante de Tomás. Tomás quiere ver y tocar. Y el Señor no se escandaliza de su incredulidad, sino que va a su encuentro: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos» (v. 27). No son palabras desafiantes, sino de misericordia. Jesús comprende la dificultad de Tomás, no lo trata con dureza y el apóstol se conmueve interiormente ante tanta bondad.