Homilía del Papa en la Misa de la Divina Misericordia 2022

Homilía del Papa en la Misa de la Divina Misericordia 2022
El Papa en el Domingo de la Divina Misericordia. Crédito: Daniel Ibañez/ACI Prensa

Este domingo 24 de abril, el Papa Francisco presidió la Misa del Domingo de la Divina  Misericordia de forma pública en la Basílica de San Pedro, algo que no ocurría desde hace dos años debido a las restricciones de la pandemia. 

A continuación, la homilía completa del Papa Francisco:

Hoy el Señor resucitado se aparece a los discípulos y, a ellos, que lo habían abandonado, les  ofrece su misericordia, mostrándoles sus llagas. Las palabras que les dirige están acompasadas por  un saludo, que se menciona tres veces en el Evangelio de hoy: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn  20,19.21.26). ¡La paz esté con ustedes! Es el saludo del Resucitado, que sale al encuentro de toda  debilidad y error humano. Sigamos los tres ¡la paz esté con ustedes! de Jesús, en ellos descubriremos  tres acciones de la divina misericordia en nosotros. Ésta sobre todo da alegría, luego suscita el  perdón, y finalmente consuela en la fatiga.

 En primer lugar, la misericordia de Dios da alegría, una alegría especial, la alegría de  sentirnos perdonados gratuitamente. Cuando en la tarde de Pascua los discípulos vieron a Jesús y  escucharon por primera vez que les decía ¡la paz esté con ustedes!, se alegraron (cf. v. 20). Estaban  encerrados en la casa por el miedo, pero también estaban encerrados en sí mismos, abatidos por un  sentimiento de fracaso. Eran discípulos que habían abandonado al Maestro, que habían huido en el  momento de su arresto. Pedro incluso lo había negado tres veces y uno del grupo -¡uno de ellos!- había sido el traidor. Tenían motivos para sentirse no sólo atemorizados, sino fracasados, pusilánimes.  Es cierto que en el pasado habían tomado decisiones valientes, habían seguido al Maestro con  entusiasmo, compromiso y generosidad, pero al final todo se había desmoronado; el miedo había  prevalecido y habían cometido el gran pecado de dejar solo a Jesús en el momento más trágico. Antes  de la Pascua pensaban que estaban hechos para grandes cosas, discutían sobre quién fuese el más  grande entre ellos. Ahora se sienten hundidos.  

En este clima llega el primer ¡la paz esté con ustedes! del Resucitado. Los discípulos deberían  haber sentido vergüenza, y en cambio se llenan de alegría. ¿Por qué? Porque ese rostro, ese saludo,  esas palabras desvían su atención de sí mismos a Jesús. En efecto, «los discípulos se alegraron - precisa el texto- de ver al Señor» (v. 20). No piensan más en sí mismos y en sus fallos, sino que se  sienten atraídos por sus ojos, donde no hay severidad, sino misericordia. Cristo no les recrimina el  pasado, sino que les renueva su benevolencia. Y esto los reanima, les infunde en sus corazones la paz  perdida, los hace hombres nuevos, purificados por un perdón que se les da sin cálculos y sin méritos.  

Esta es la alegría de Jesús, la alegría que hemos sentido también nosotros cuando  experimentamos su perdón. Nos ha pasado también a nosotros sentirnos como los discípulos en la  tarde de Pascua, después de una caída, de un pecado o de un fracaso. En esos momentos pareciera  que no hay nada más que hacer. Pero precisamente allí el Señor hace lo que sea para darnos su paz,  por medio de una Confesión, de las palabras de una persona que se muestra cercana, de una  consolación interior del Espíritu Santo, de un acontecimiento inesperado y sorprendente. De  diferentes maneras Dios se asegura de hacernos sentir el abrazo de su misericordia, una alegría que  nace de recibir "el perdón y la paz". Sí, la alegría de Dios nace del perdón y deja la paz, una alegría  que levanta sin humillar. Hermanos y hermanas, hagamos memoria del perdón y de la paz que  recibimos de Jesús. Antepongamos el recuerdo del abrazo y de las caricias de Dios al de nuestros  errores y nuestras caídas. De ese modo alimentaremos la alegría. Porque nada puede seguir siendo  como antes para quien experimenta la alegría de Dios. 

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La paz esté con ustedes! El Señor lo dice por segunda vez, agregando: «Como el Padre me  envió, así yo los envío a ustedes» (v. 21). Y les da a los discípulos el Espíritu Santo, para hacerlos  ministros de reconciliación. «A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» (v. 23). No  sólo reciben misericordia, sino que se convierten en dispensadores de esa misma misericordia que  han recibido. Reciben este poder, pero no en base a sus méritos, no; es un puro don de la gracia, que  se apoya en su propia experiencia de hombres perdonados. Y, hoy y siempre, el perdón en la Iglesia  nos debe llegar así, por medio de la humilde bondad de un confesor misericordioso, que sabe que no  es el poseedor de un poder, sino un canal de la misericordia, que derrama sobre los demás el perdón  del que él mismo ha sido el primer beneficiado.  

«A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» (v. 23). Estas palabras están en el  origen del sacramento de la Reconciliación, pero no sólo, pues toda la Iglesia ha sido constituida por  Jesús como una comunidad dispensadora de misericordia, signo e instrumento de reconciliación para  la humanidad. Hermanos, hermanas, cada uno de nosotros hemos recibido en el Bautismo el Espíritu  Santo para ser hombres y mujeres de reconciliación. Si experimentamos la alegría de ser liberados  del peso de nuestros pecados y de nuestros errores; si sabemos en primera persona qué significa  renacer, después de una experiencia que parecía no tener salida, entonces se hace necesario compartir  el pan de la misericordia con los que están a nuestro lado. Sintámonos llamados a esto. Y  preguntémonos: yo, aquí donde vivo, en la familia, en el trabajo, en mi comunidad, ¿promuevo la  comunión, soy artífice de reconciliación? ¿Me comprometo a calmar los conflictos, a llevar perdón donde hay odio, paz donde hay rencor? Jesús busca que seamos ante el mundo testigos de estas  palabras suyas: ¡La paz esté con ustedes!  

¡La paz esté con ustedes! repite el Señor por tercera vez cuando se les aparece nuevamente  a los discípulos ocho días después, para confirmar la fe tambaleante de Tomás. Tomás quiere ver y  tocar. Y el Señor no se escandaliza de su incredulidad, sino que va a su encuentro: «Trae aquí tu dedo  y mira mis manos» (v. 27). No son palabras desafiantes, sino de misericordia. Jesús comprende la  dificultad de Tomás, no lo trata con dureza y el apóstol se conmueve interiormente ante tanta bondad. 

Y es así que de incrédulo se vuelve creyente, y hace esta confesión de fe tan sencilla y hermosa:  «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Es una linda invocación, que podemos hacer nuestra y repetirla  durante el día, sobre todo cuando experimentamos dudas y oscuridad, como Tomás.  

Porque en Tomás está la historia de todo creyente. Hay momentos difíciles, en los que parece  que la vida desmiente a la fe, en los que estamos en crisis y necesitamos tocar y ver. Pero, como  Tomás, es precisamente en esos momentos cuando redescubrimos el corazón del Señor, su  misericordia. Jesús, en estas situaciones, no viene hacia nosotros de modo triunfante y con pruebas  abrumadoras, no hace milagros rimbombantes, sino que ofrece cálidos signos de misericordia. Nos  consuela con el mismo estilo del Evangelio de hoy: ofreciéndonos sus llagas. 

Y nos hace descubrir también las llagas de los hermanos y de las hermanas. Sí, la misericordia  de Dios, en nuestras crisis y en nuestros cansancios, a menudo nos pone en contacto con los  sufrimientos del prójimo. Pensábamos que éramos nosotros los que estábamos en la cúspide del  sufrimiento, en el culmen de una situación difícil, y descubrimos a quienes, permaneciendo en  silencio, están pasando momentos peores. Y, si nos hacemos cargo de las llagas del prójimo y en ellas  derramamos misericordia, renace en nosotros una esperanza nueva, que consuela en la fatiga. 

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Preguntémonos entonces si en este último tiempo hemos tocado las llagas de alguien que sufra en el  cuerpo o en el espíritu; si hemos llevado paz a un cuerpo herido o a un espíritu quebrantado; si hemos  dedicado un poco de tiempo a escuchar, acompañar y consolar. Cuando lo hacemos, encontramos a  Jesús, que desde los ojos de quienes son probados por la vida, nos mira con misericordia y nos repite:  ¡La paz esté con ustedes! 

 

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