No se nos permite juzgar el corazón de un hombre que solo Dios conoce. Incluso el autor de ese anuncio ha tenido su parte de sufrimiento en la vida, y el sufrimiento une a Cristo, quizás, más de lo que lo separan de Él las invectivas. La oración de Jesús en la cruz: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Luca 23,34), ¡no fue dicha sólo para los que estaban presentes en el Calvario ese día!
Me viene a la mente una imagen que a veces he observado en vivo (¡y que espero se haya hecho realidad, mientras tanto, para el autor de aquella proclama!): un niño enfadado intenta golpear con sus manos y rascar la cara del padre, hasta que, agotado, cae llorando en sus brazos, quien lo calma y lo estrecha contra su pecho.
No juzgamos, repito, a la persona que sólo Dios conoce. Los frutos, sin embargo, que su proclamación produjo, los podemos y debemos juzgar. Ella ha sido declinada de las más diversas maneras y con los más diversos nombres, hasta convertirse en una moda, en un aire que se respira en los círculos intelectuales del Occidente "posmoderno". El denominador común de todas estas diferentes declinaciones es el relativismo total en todos los campos: ética, lenguaje, filosofía, arte y, por supuesto, religión. Nada más es sólido; todo es líquido, o incluso vaporoso. En la época del romanticismo la gente se deleitaba en la melancolía, hoy en el nihilismo.
Como creyentes, es nuestro deber mostrar lo que hay detrás o debajo de esa proclamación. Hay el brillo de una llama antigua, la repentina erupción de un volcán activo desde el principio del mundo. El drama humano también tuvo su "prólogo en el cielo", en ese "espíritu de negación" que no aceptaba existir en la gracia de otro. Desde entonces, ha estado reclutando seguidores para su causa, empezando por los ingenuos Adán y Eva: "Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (Genesis 3,5).