Queridos hermanos y hermanas, habéis sufrido mucho a causa del terremoto, y como pueblo estáis intentando levantaros y volver a poneros en pie. Pero los que han sufrido deben ser capaces de atesorar su sufrimiento, deben comprender que en la oscuridad que han experimentado, también se les ha dado el don de comprender el dolor de los demás. Puedes atesorar el don de la misericordia porque sabes lo que significa perderlo todo, ver cómo se desmorona lo que has construido, dejar atrás lo más querido, sentir el desgarro de la ausencia de la persona que amabas. Puedes apreciar la misericordia porque has experimentado la miseria.
Todo el mundo en la vida, sin experimentar necesariamente un terremoto, puede, por así decirlo, experimentar un "terremoto del alma", que le pone en contacto con su propia fragilidad, sus propias limitaciones, su propia miseria. En esta experiencia, uno puede perderlo todo, pero también puede aprender la verdadera humildad.
En tales circunstancias, uno puede dejarse enfurecer por la vida, o puede aprender la mansedumbre. La humildad y la mansedumbre, pues, son las características de quien tiene la tarea de custodiar y dar testimonio de la misericordia. Sí, porque la misericordia, cuando viene a nosotros, es para que la custodiemos, y también para que demos testimonio de esta misericordia. Es un regalo para mí, la misericordia, para mí, un miserable, pero esta misericordia también debe ser transmitida a otros como un regalo del Señor.
Sin embargo, hay una campana de alarma que nos indica si vamos por el camino equivocado, y el Evangelio de hoy nos lo recuerda (cf. Lc 14,1.7-14). Jesús es invitado a comer -lo hemos oído- en casa de un fariseo, y observa con atención cómo muchos se apresuran a conseguir los mejores asientos en la mesa.