Para quien cree en el Evangelio, el diálogo no sólo tiene un valor antropológico, sino también teológico. Escuchar al hermano no es solamente un acto de caridad, sino también una forma de disponernos para oír al Espíritu de Dios, quien ciertamente actúa en el otro y habla más allá de las fronteras, donde a menudo estamos tentados a encadenar la verdad. Además, conocemos el valor de la hospitalidad: «Por ella algunos, sin saberlo hospedaron a ángeles» (Hb 13,2).
Es necesario desarrollar una teología de la acogida y del diálogo que reinterprete y vuelva a proponer la enseñanza bíblica. Puede elaborarse sólo si se hace todo lo posible por dar el primer paso y no se excluyen las semillas de la verdad que los otros también tienen. De esta manera, la comparación entre los contenidos de las diferentes religiones puede referirse no sólo a las verdades creídas, sino a temas específicos, que se convierten en puntos relevantes de toda la doctrina.
Con demasiada frecuencia, la historia ha conocido contrastes y luchas, basados en la persuasión distorsionada de que estamos defendiendo a Dios ante quien no comparte nuestra creencia. En realidad, los extremismos y los fundamentalismos niegan la dignidad del hombre y su libertad religiosa, causando una decadencia moral y alentando una concepción antagónica de las relaciones humanas. Además, es por esta razón que se necesita con urgencia un encuentro más vivo entre las diferentes religiones, impulsado por un respeto sincero y por una apuesta por la paz.
Dicho encuentro surge de la conciencia, establecida en el Documento sobre la fraternidad, firmado en Abu Dabi, de que «las enseñanzas verdaderas de las religiones invitan a permanecer anclados en los valores de la paz; a sostener los valores del conocimiento recíproco, de la fraternidad humana y de la convivencia común». Incluso, con referencia a la ayuda a los pobres y a la acogida a los migrantes, se puede lograr una colaboración más activa entre los grupos religiosos y las diferentes comunidades, de modo que el diálogo esté animado por propósitos comunes y acompañado por un compromiso activo. Los que juntos se ensucian las manos para construir la paz y la acogida, ya no podrán combatir por razones de fe, sino que recorrerán los caminos del diálogo respetuoso, de la solidaridad mutua y de la búsqueda de la unidad.
El contrario, es lo que he sentido cuando fui a Lampedusa, ese aire de indiferencia, en la isla hay acogida, después, en el mundo, la cultura de la indiferencia.
Estos son los deseos que quiero comunicarles, queridos hermanos, al concluir el encuentro fructuoso y vivificante de estos días. Os encomiendo a la intercesión del apóstol Pablo, que cruzó por primera vez el Mediterráneo, afrontando peligros y adversidades de todo tipo para llevar a todos el Evangelio de Cristo. Que su ejemplo os muestre los caminos para continuar el compromiso alegre y liberador de transmitir la fe en nuestro tiempo.
Como envío, os entrego las palabras del profeta Isaías, para que os den esperanza y valentía, como también a vuestras respectivas comunidades. Ante la desolación de Jerusalén después del exilio, el profeta no dejó de vislumbrar un futuro de paz y prosperidad: «Reconstruirán sobre ruinas antiguas, pondrán en pie los sitios desolados de antaño, renovarán ciudades devastadas, lugares desolados por generaciones» (Is 61,4). Esta es la tarea que el Señor os confía para esta amada zona del Mediterráneo: reconstruir los lazos que se han roto, levantar las ciudades destruidas por la violencia, hacer florecer un jardín donde hoy hay terrenos áridos, infundir esperanza a quienes la han perdido y exhortar a los que están encerrados en sí mismos a no temer a su hermano. Y mirar este, que ya se convirtió en cementerio, como un lugar de futura resurrección a ser protegida. Que el Señor acompañe vuestros pasos y bendiga vuestra obra de reconciliación y de paz.