2. Caminamos en la tierra. Los ojos fijos en el cielo no distrajeron a Abrahán, sino que lo animaron a caminar en la tierra, a comenzar un viaje que, por medio de su descendencia, iba a alcanzar todos los siglos y latitudes. Pero todo comenzó aquí, a partir del momento en que el Señor "lo hizo salir de Ur" (cf. Gen 15,7). El suyo fue, por tanto, un camino en salida que comportó sacrificios; tuvo que dejar tierra, casa y parientes. Pero, renunciando a su familia, se convirtió en padre de una familia de pueblos. También a nosotros nos sucede algo parecido. En el camino, estamos llamados a dejar esos vínculos y apegos que, encerrándonos en nuestros grupos, nos impiden que acojamos el amor infinito de Dios y que veamos hermanos en los demás. Sí, necesitamos salir de nosotros mismos, porque nos necesitamos unos a otros. La pandemia nos ha hecho comprender que «nadie se salva solo» (Carta enc. Fratelli tutti, 54). Aun así, la tentación de distanciarnos de los demás siempre vuelve. Entonces «el "sálvese quien pueda" se traducirá rápidamente en el "todos contra todos", y eso será peor que una pandemia» (ibíd., 36). En las tempestades que estamos atravesando no nos salvará el aislamiento, no nos salvará la carrera para reforzar los armamentos y para construir muros, al contrario, nos hará cada vez más distantes e irritados. No nos salvará la idolatría del dinero, que encierra a la gente en sí misma y provoca abismos de desigualdad que hunden a la humanidad. No nos salvará el consumismo, que anestesia la mente y paraliza el corazón.
El camino que el Cielo indica a nuestro recorrido es otro, es el camino de la paz. Este requiere, sobre todo en la tempestad, que rememos juntos en la misma dirección. No es digno que, mientras todos estamos sufriendo por la crisis pandémica, y especialmente aquí donde los conflictos han causado tanta miseria, alguno piense ávidamente en su beneficio personal. No habrá paz sin compartir y acoger, sin una justicia que asegure equidad y promoción para todos, comenzando por los más débiles. No habrá paz sin pueblos que tiendan la mano a otros pueblos. No habrá paz mientras los demás sean ellos y no parte de un nosotros. No habrá paz mientras las alianzas sean contra alguno, porque las alianzas de unos contra otros sólo aumentan las divisiones. La paz no exige vencedores ni vencidos, sino hermanos y hermanas que, a pesar de las incomprensiones y las heridas del pasado, se encaminan del conflicto a la unidad. Pidámoslo en la oración para todo Oriente Medio, pienso en particular en la vecina y martirizada Siria.
El patriarca Abrahán, que hoy nos congrega en la unidad, fue profeta del Altísimo. Una profecía antigua dice que los pueblos «de las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas» (Is 2,4). Esta profecía no se ha cumplido, al contrario, espadas y lanzas se han convertido en misiles y bombas. ¿Dónde puede comenzar el camino de la paz? En la renuncia a tener enemigos. Quien tiene la valentía de mirar a las estrellas, quien cree en Dios, no tiene enemigos que combatir. Sólo tiene un enemigo que afrontar, que está llamando a la puerta del corazón para entrar: es la enemistad. Mientras algunos buscan más tener enemigos que ser amigos, mientras tantos buscan el propio beneficio en detrimento de los demás, el que mira las estrellas de las promesas, el que sigue los caminos de Dios no puede estar en contra de nadie, sino en favor de todos. No puede justificar ninguna forma de imposición, opresión o prevaricación, no puede actuar de manera agresiva.