En ese sentido, Baréin cuenta con valiosas adquisiciones. Pienso, por ejemplo, en la primera escuela femenina que surgió en el Golfo y en la abolición de la esclavitud. Que este sea un faro que promueva, en toda la región, derechos y condiciones justas y cada vez mejores para los trabajadores, las mujeres y los jóvenes, garantizando al mismo tiempo respeto y atención para los que sufren mayor marginación en la sociedad, como los que han emigrado y los presos. El desarrollo verdadero, humano e integral se mide sobre todo por la atención hacia ellos.
El árbol de la vida, que se eleva solitario en el paisaje desértico, me evoca aún dos ámbitos decisivos para todos, y que interpelan especialmente a quien, gobernando, tiene la responsabilidad de servir al bien común. En primer lugar, la cuestión ambiental: cuántos árboles son derribados, cuántos ecosistemas devastados, cuántos mares contaminados por la insaciable avidez del hombre, que después se le vuelve en contra. No nos cansemos de trabajar por esta dramática emergencia, tomando decisiones concretas y con amplitud de miras, adoptadas pensando en las generaciones jóvenes, antes de que sea demasiado tarde y su futuro se comprometa. Que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP27), que se realizará en Egipto dentro de pocos días, sea un paso adelante en ese sentido.
En segundo lugar, el árbol de la vida, con sus raíces que desde el subsuelo comunican el agua vital al tronco, y desde este a las ramas y de ahí a las hojas que dan oxígeno a las criaturas, me hace pensar en la vocación del hombre, de todo hombre que está sobre la tierra: hacer prosperar la vida. Pero hoy asistimos, cada día más, a acciones y amenazas de muerte. Pienso, en particular, en la realidad monstruosa e insensata de la guerra, que siembra destrucción en todas partes y erradica la esperanza. En la guerra emerge el lado peor del hombre: el egoísmo, la violencia y la mentira. Sí, porque la guerra, toda guerra, representa también la muerte de la verdad. Rechacemos la lógica de las armas e invirtamos la ruta, convirtiendo los enormes gastos militares en inversiones para combatir el hambre, la falta de asistencia sanitaria y de instrucción. Tengo el corazón lleno de dolor por tantas situaciones de conflicto. Mirando a la Península arábiga, cuyos países deseo saludar con cordialidad y respeto, dirijo un pensamiento especial y apenado a Yemen, martirizado por una guerra olvidada que, como toda guerra, no conduce a ninguna victoria, sino sólo a amargas derrotas para todos. Recuerdo en la oración sobre todo a los civiles, a los niños, a los ancianos, a los enfermos, e imploro: ¡que callen las armas, comprometámonos en todas partes y realmente por la paz!
La Declaración del Reino de Baréin reconoce, a este propósito, que la fe religiosa es «una bendición para toda la humanidad», el fundamento «para la paz en el mundo». Estoy aquí como creyente, como cristiano, como hombre y peregrino de paz, porque hoy más que nunca estamos llamados, en todo el mundo, a comprometernos seriamente por la paz.