Vuestro testimonio tiene ese "aroma evangélico" de las primeras comunidades. Recordemos «el Nuevo Testamento cuando se habla de "la iglesia que se reúne en la casa" (cf. 1 Co 16,19; Rm 16,5; Col 4,15; Flm 2). El espacio vital de una familia se podía transformar en iglesia doméstica, en sede de la Eucaristía, de la presencia de Cristo sentado a la misma mesa.
Es inolvidable la escena pintada en el Apocalipsis: "Estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y me abre la puerta, yo entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo" (3,20). Así se delinea una casa que lleva en su interior la presencia de Dios, la oración común y por lo tanto la bendición del Señor» (Exhort. apost. postsin. Amoris laetitia, 15). Así testimonian vivamente cómo «la fe no nos aleja del mundo, sino que nos introduce más profundamente en él» (ibíd., 181).
No desde lo que nos gustaría que fuese, no como "perfectos" o inmaculados, sino en la precariedad de nuestras vidas, de nuestras familias ungidas todos los días en la confianza del amor incondicional que Dios nos tiene. Confianza que nos lleva, como bien nos lo recordaste, padre Goce, a desarrollar unas dimensiones tan importantes como olvidadas en una sociedad consumida por las relaciones frenéticas y superficiales: las dimensiones de la ternura, la paciencia y la compasión hacia los otros.
Me gusta siempre pensar en cada familia como «icono de la familia de Nazaret, con su cotidianeidad hecha de cansancios y hasta de pesadillas, como cuando tuvo que sufrir la incomprensible violencia de Herodes, experiencia que se repite trágicamente todavía hoy en tantas familias de prófugos miserables y hambrientos»; son capaces, por medio de la fe amasada en esas luchas cotidianas, de «transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 286).